Detalles. Una mancha de color caliente en las paredes. Un contraste acertado de cristal y cerámica de alfar. El recuerdo de un viaje. Un libro del que sobresale el marcador de la página en la que se aplazó su lectura. Una copa de oporto. Una lapicera y una regla de quince centímetros. El acompañamiento tranquilo de una música de Badalamenti. La lámpara de pie encendida sobre nuestro sillón. El sol o la lluvia haciéndonos notar a la espalda que el mundo sigue al otro lado, que nos acompaña sin casi tocarnos, respetando nuestro recogimiento. La casa como un universo donde el polvo de estrellas es ese aire sólido, sin grieta alguna de ruido, con que nos envolvemos. En el que todo reposa con la aparente fiabilidad que le presumimos en el espacio a la gravitación de los planetas. Decía García Montero en un poema que hay momentos en que se rozan las ventajas de la eternidad. Tal vez mientras dura la música o el silencio. La lectura bajo la luz cómplice. El mundo sobre los hombros como una carga llevadera.
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