Recuerdan en un espacio
radiofónico cuándo y por qué nació el gótico. Hasta esa irrupción en la
Francia del siglo XII, el culto era sombrío. Los templos lugares oscuros. A
iniciativa del abad Suger de Saint Denis, se construyó entonces una catedral de
luz. La esperanza siempre es un rayo de sol colándose por una ventana. Se planeó
entonces un edificio ligero, con vidrieras y rosetones. Un espacio amplio,
respirable y donde la mirada del cielo atravesase las paredes por grandes
resquicios, llenándolo todo de un aire ligero y respirable. Para sujetar
aquella arquitectura desconocidamente elevada se idearon los arbotantes. En
realidad, los arbotantes no sostenían sólo las catedrales, sino que, sobre
todo, llevaban, un poco al modo como lo hicieron con el agua los acueductos
romanos, un caudal inagotable de luz a donde sólo había una espesa y triste umbría.
Después
de un fin de semana en que, más que las razones o consecuencias de la inyección
financiera europea a nuestra banca, se ha discutido sobre cómo denominar a esa
recapitalización —en una palmaria muestra de hasta qué punto está atrincherado
todo el entorno (formaciones políticas y medios de comunicación)—, uno ve en
esa solución arquitectónica del gótico una analogía de cómo se ha obrado
también con las cuenta. Ese andamio europeo que permite la entrada de algo de
luz dentro de nuestro lóbrego solar bancario tiene mucho de arbotante. Les permite un sostén exterior a nuestros febles muros
patrios. Llámese por tanto si se quiere arbotante financiero —término arriba o
abajo poco importa— a lo que nos ha devuelto, al menos de momento, aire y
horizonte, pero nadie se olvide de que los sillares de este apoyo llevarán,
como entonces, la firma de los canteros, que mientras se levantaban los
edificios del medievo vivían a la vera de sus obras, montando allí los talleres
desde donde no sólo gestaban la fábrica, sino que vigilaban de cerca su
verticalidad.
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