Conversación de café. Se habla de los finalistas de un prestigioso premio literario. Se enumeran los libros que cada uno ha leído de los autores que suenan para el galardón. Se trata de un ejercicio de memoria que extrae de lo profundo, con esfuerzo, algunos títulos de los que ni tan siquiera se está seguro, algunos argumentos confusos, algunos personajes desvaídos. Recuerdos, al fin y a la postre, de lectores que acumulan sobre sus párpados cerrados el peso de la literatura y, por tanto, en sus ojos, la noche irremediable del olvido. Leer y volver a leer. Pasar tanta vida entre las páginas de los libros. Llegar a su final condenados al recuerdo frágil de cuanto se tuvo por emoción y se evanescerá mas rápido que tarde.
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Los hombres tienen la cabeza dura. Muy dura. Absorben ideas perniciosas por los ojos y los oídos y las encofran como tesoros entre el rigor y la osamenta de sus cráneos. Dan por valioso demasiadas veces lo que es tan sólo bisutería y dedican siempre escaso lugar a lo que de verdad importa y sólo echan de menos cuando se saben postreramente mortales.
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Se precipitó desde la mesa baja del salón a la alfombra. ¿Cincuenta centímetros, quizás? Una distancia raramente lesiva para el tropiezo de un hombre, que se levantaría de suelo, muy probablemente, con la memoria intacta. Sin embargo, ese pequeño artilugio que custodiaba las imágenes de cien viajes, las confesiones de un diario, el arranque y algo más de una novela, el andamiaje de muchos poemas, algunos libros de otros y una gavilla de películas recomendables, se quebró por dentro como echando de menos las alas que no tuvo para tanto peso invisible. Hay sanadores que prometen, como los elixires de la vida eterna, devolvernos los recuerdos que un día les prestamos a los discos duros. El que tiene al mío en sus manos ha torcido el gesto y bajado la cabeza como hacen muchos médicos cuando no tienen más remedio que dar fatales noticias.
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