En medio de una semana de
rutina, se abren de pronto las ventanas de los días inesperados. A su través
alcanzamos regiones en calma, tomadas de silencio, casi deshabitadas. Lugares que
nos conceden durante unas horas el gozo de los descubrimientos, como el de esa
playa sobre la que podría levantarse un verano y que la marea nos ofrecía como
un planeta sin hollar. Sobre su arena palpitaba un aire de salitre; un
espejismo. Los días inesperados son como ese paisaje frágil de las ilusiones: nunca
sabemos si fueron del todo reales, pero quisiéramos asomarnos a ellos cada mañana.
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