Alguna vez me he referido a ellos como "los días inesperados". Jornadas alegres en medio de la rutina, soleadas cuando el gris acucia, de fruto sin estar en tiempo de cosecha. El sábado fue uno de esos "días inesperados". Luminoso hasta el delirio a pesar de que el otoño lleve ya semanas entre nosotros; y libre de ocupaciones aun cuando lo había previsto dedicado a un pequeño montón de quehaceres. Tomamos la carretera del oriente. Ya en el destino, dejamos el coche no lejos de la iglesia. Encontramos descarnados los campos de maíz. Las lluvias recientes habían redimido hasta los verdes más agostados. Los caminos de tierra supuraban agua turbia y una pátina de barro. La playa estaba casi a solas. La arena aún guardaba el frío de la noche, se notaba apelmazada bajo los pies descalzos. La mar llegaba sin prisa y golpeaba con nudillos cautos al oído y en el corazón de los bañistas madrugadores. El sol tardó en despabilarse, pero una vez que afirmó el pie sobre esta parte del mundo, lució sonriente y en forma. Nadie diría al mediodía que estábamos en otoño. Nadie diría incluso que éramos mortales en ese instante de paz en que la arena se relajó como un animal confiado, en que las olas nos lamían las heridas y el cielo era una bóveda de cristal tan alta que no daba miedo dilatar el pecho a bocanadas insaciables de aire. Cuando nos íbamos con ese dolor de despedida que llevan por penitencia los días felices, todavía corrían dos niñas sobre el reflejo atrincherado del último sol en la marea. Encuadradas en el recuerdo, parecían los polos suspensos del planeta, cada una en un extremo del arenal y tan ingrávidas así fijadas en la órbita de la tarde como la mirada ensimismada de un fotógrafo.
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