Cuando
uno viaja en tren desde Asturias a la meseta atraviesa tantos túneles, transita
por tanta oquedad ciega, que podría salir al otro lado del Pajares con el
rostro tiznado de carbón como un minero al alcanzar la superficie después de
una jornada de trabajo.
El sol comienza a entrar franco a través de las cristaleras de
los vagones. Los pasajeros salen de su sopor. Después del puerto, recuperada la
cobertura, los móviles, como pájaros domésticos, trinan reclamando de sus amos
una atención que consiguen pronto.
A mis espaldas, un hombre al que no logro
ver bien ni siquiera recurriendo a su reflejo en la ventanilla, mantiene una
conversación telefónica con una mujer. Su tono es empalagosamente alegre. Su
voz parece la de alguien a medio camino entre la juventud y la madurez. Su
volumen no es el de quien pretendiera que el resto del vagón se mantenga al corriente de cuanto dice, pero
tampoco el de la elemental discreción que uno piensa necesitaría lo que le oye.
Algo así como que ella ya se ha duchado y lo recibirá en la estación, y que
puesto que irá maquillada y sus labios lucirán un carmín fresco, él le pide que
no se olvide de llevar toallitas húmedas para que, tras su encuentro en los
andenes, puedan borrarse los trazos gruesos del cariño. Y hasta que llegue ese
momento, le sugiere ir mensajeándose cosas calentitas por el teléfono. Ha
colgado. A cada rato se oye cómo le entran recados (¿calientes?) en su móvil a este pasajero
al que aún no le he podido ver el rostro y que viaja justo detrás de mí.
Finalmente lo he visto. Se levantó
hace un momento para ir al baño. Cómo me engañó su voz. Tiene bastante más edad
de la que uno le imaginaba. No es demasiado alto. Luce una buena mata de pelo
blanco, muy liso y cuidado. Gafas metálicas ligeras. Tez suave. Viste
informalmente. Se mueve con parsimonia. En conjunto, a uno se le antoja que el
tipo tiene aire de cura secularizado.
Vuelve a llamarla. Le cuenta que el
tren acaba de parar en Valladolid; y, bajando mucho el tono de voz, pero no lo
suficiente, que se le ha sentado al lado una pasajera joven y gordita. No tiene
incluso reparos en describirla como “un buen colchón”. Ruego al cielo que esa
mujer que se ha subido al vagón hace sólo unos minutos lleve puestos
auriculares. La conversación sigue luego por derroteros más
lúbricos, pues le oigo preguntar a su interlocutora si ha recibido un gif que le ha mandado un momento antes. Le aclara que la cosa va de un negro. Y que
a él, como al negro del gif, se le está poniendo dura pensando en verla ya
enseguida en Chamartín. Y uno vuelve a desear que la muchacha que acaba de
sentarse al lado de ese hombre lleve, por Dios, auriculares, y, a poder ser, a un
volumen suficiente como para que la aíslen de ese ruido sin filtro que tiene
tan cerca.
Al llegar a Madrid lo veo avanzar
entre los pasajeros que arrastran sus maletas desde el andén a la escalera
mecánica. Giro la cabeza y va tan sólo un par de metros por detrás. En la
estación procuro no perderle la pista. Me intriga saber cómo será ella. Al fin
se encuentran. Y es menuda. Con cierto parecido a Giulietta Masina. Una Cabiria
envejecida y demasiado maquillada.
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