Un hombre nos persigue con una
mirada oculta. Viste con orden. Se peina con aceite. Se sienta sin cruzar las
piernas. A través de sus globos oculares se convierte en sombra toda la luz de las ventanas.
Mucho más abajo, en el patio, el recreo carcelario expone al sol ciertas
afinidades. Intercambio de cromos:
tiempo por pereza, la que precisa una observación lenta de todo cuanto se ha
ido imprimiendo sobre los muros interiores de este viejo recinto enrejado.
Desde sus vanos, a la altura de las palomas, las antenas son lanzas rendidas.
Lavapiés, como Breda, recoge las llaves de su libertad. Pero ilusamente la fía entera a los
sueños seriados. A las imágenes de un mundo que
nunca oreará ropas menesterosas en los tendales de un barrio. Tan cerca y tan lejos
del corazón del poder, de los caudales subterráneos, del lujo indecente. A esa babilonia secreta, donde la demografía es un privilegio protegido por guardias privados, sólo las azoteas se sobreponen a la hora exacta en que se se extingue el día. Memento mori. Al
amanecer, si hay suerte, bendecirá el sol los jardines y los músicos cantarán
poemas al borde de los estanques y en las plazas grafiteadas. Por un salario de calderilla. Por el gusto de oírse en medio de una ciudad atareada y ajena. Bajo ese palio de
notas, entre un gentío anónimo y ensimismado, las mujeres bellas convierten a su
paso, por un instante de luz, las calles en altares.
No hay comentarios:
Publicar un comentario