La
pleamar de un poeta amigo
Los dioses tutelares cobran a veces forma humana. Y, si
hay suerte, hasta habitan benéficamente pedazos de nuestras vidas. En la vida de Juan Ignacio González, la empresa generosa
de un hombre bueno (quizás una de esas deidades favorecedoras) ayudó pronto a
que sus inquietudes literarias se encauzaran a través de un grupo poético y de
una sociedad cultural. Juan Garay, que presidió Gesto durante más de treinta
años, tuvo la feliz idea de reunir, allá por el año 1982, a las voces más
jóvenes de la poesía gijonesa en unos recitales celebrados en la vieja Cátedra
de Extensión Universitaria de la calle Begoña. Allí se reunieron unas cuantas
trayectorias inaugurales y unos pocos escritores veteranos. Fruto de la
iniciativa surgió el Grupo Literario Cálamo, la revista que con el mismo nombre
se publicó durante unos pocos números, un premio de poesía erótica, los
encuentros Cálamo/Gesto y la colección literaria que publicó fundamentalmente a
los autores premiados con ese galardón, pero que también editó, al mismo tiempo,
algunos otros poemarios.
Y fue precisamente el libro Otros labios acaso, de
Juan Ignacio González, el primer cuaderno impreso por Cálamo/Gesto. Corría el
año 1985 y era, también, la primera publicación de un autor nacido en Mieres en
1960, que había vivido la emigración con sus padres en Bruselas y que, una vez
regresado a su tierra, residía en Gijón desde 1971. Un libro, así pues, de un
joven de 25 años, que buscaba su propia voz y que, entretanto, se dejaba tentar
por la belleza culturalista de autores como José María Álvarez, Luis Antonio de
Villena o Antonio Colinas. Sus versos eran fundamentalmente sensoriales, de
amor carnal y noches de exceso; pero ya en ellos, entre otros indicios de lo
que iba a ser su poesía, Nacho González ensayaba el monólogo dramático, al que
luego recurriría a menudo y con verdadera pericia en otros libros, siguiendo la
estela de quienes la practicaron en España a partir sobre todo de la segunda
mitad del siglo XX, y que, a su vez, lo habían descubierto en el
posromanticismo inglés: se tomaba un personaje de la cultura o de la historia,
para que asumiese y transmitiera en primera persona las emociones que el
escritor deseaba expresar. En ese primer poemario de Juan Ignacio González los
personajes elegidos fueron John Milton, Rimbaud, Leopardi, Gauguin, Casanova,
Chopin, Boticcelli, Toulouse Lautrec o Lorca. Vendrían luego muchos más.
Aquella línea de poesía sobre todo suntuosa se mantuvo
igualmente en Velar la arena, un libro colectivo del grupo Cálamo, editado
también por Gesto, en el que Nacho González colaboró con una serie de poemas
que nos ponían en la pista de otra de sus influencias creativas: el ascendiente
grecolatino. En Instrucciones para una larga ausencia, su
aportación a aquella obra colectiva, asumía la voz de un Desconocido muerto
de la Ilíada, ponía voz a la Despedida de Ulises, letras a la carta
de un orfebre que tenía su taller junto a Santa Sofía, apuntaba un episodio de
la Crónica Troyana, describía cómo aguardaba Petronio la ira de Nerón o
en qué entretenía sus últimos días Homero en Ios: “Ciertas tardes /
acude el sol lejano hasta mi túnica / me calienta los miembros / y oigo risas
de niños / por el puerto. Es todo lo que pido”.
Su tercera publicación consistió en la primorosa edición
—compartida con quien esto escribe—, de dos plaquettes contenidas en una cajita
de cartón lacrado a la que nombramos Contra las oscuridad. La mitad de Juan Ignacio González llevaba a
su vez por título El cuaderno de la ceniza, y en ella se anunciaban asuntos,
sociales y de memoria personal, que luego, poco a poco, empezarían a cobrar
mayor protagonismo en su discurso literario. La impresión de este volumen se
incluyó en una colección denominada Cuadernos
del Bandolero, auspìciada por la modesta pero muy generosa empresa
editorial puesta en marcha en paralelo a su labor creativa por el propio autor.
Ya en Editorial Norte, y también en un libro escrito con
la complicidad de otro amigo, en este caso Javier García Cellino, La
vieja música, publicó Nacho Cuaderno
de aves para un príncipe. Era el año 2004, y desde hacía ocho había
llegado a la vida del autor un príncipe heredero al que le dedicó entonces este
poemario. Contenía también este volumen un bello homenaje a Cernuda, con dos
poemas en los que encarnaba su voz desterrada. Y había igualmente en su
contenido versos influenciados por otro de los mundos emocionales, el arábigo
andalusí, que siempre ha cautivado al autor.
Desde entonces y casi durante una década, Nacho González dejó
de publicar. Lo que no significaba que no siguiese escribiendo con letra menuda
en los cuadernos de los que siempre se ha acompañado, sobre en todo en sus
viajes de tren a Madrid, tan frecuentes
por la actividad política a la que en el ámbito de la izquierda
ecologista le ha dedicado una infatigable brega en su vida. Ese ocasional pero
largo silencio, de lecturas y ejercicio sin imprenta del oficio, le permitió
apropiarse, definitivamente, de una voz personal, reconocible, ya constante en
toda su obra posterior, que le ha permitido en los últimos años no sólo
publicar con más constancia, sino también con mayor seguridad y el creciente
favor de muchos lectores.
Llegó así en 2013 El cuaderno de la ceniza, incluido
en una segunda época de la colección Heracles
y Nosotros, que el propio Juan Ignacio González había puesto en marcha a
finales de la década de los ochenta y en la que se publicaron, en su primera
etapa, nueve plaquettes de autores como Jaime Priede, Aurelio González Ovies o
Jordi Doce. El cuaderno de la ceniza era un libro de madurez, que mantenía la
marca de la casa, ese ritmo preciso, musical, con que dice sus versos Nacho
González. Persistían en él algunas de las referencias culturales que siempre lo
han acompañado, como su devoción por la poesía neohelénica de postguerra, de
Odiseas Elitis Yorgos Seferis o Yannis Ritsos, o la incursión en la metapoesía
con unos versos que llevan por título Ella, maldita sea, y que abrieron la
puerta a lo que vendría en sus libros siguientes, con los que se propuso “besar los sepulcros de los antepasados”
—en su doble vertiente, familia y maestros— y ensalzar a los que vieron cómo se
quemaban sus banderas y se arrasaban sus himnos —compromiso ético—.
Cuando enero fue pasto de las llamas (Editorial La
Cruz de Grado), de 2015, lo puso en contacto con César García, que le editaría
posteriormente dos poemarios más ya en Bajamar, y con quien ahora inaugura, a
través de esta recopilación que prologamos, un nuevo reto en el sello, dar a
conocer la obra completa de algunos de los autores señeros del mismo. Es quizá Cuando
enero fue pasto de las llamas uno de los libros capitales en la trayectoria
de Juan Ignacio González. Por la musculatura de su formato, por su tirada y por
la repercusión del mismo, dado que sus presentaciones, lecturas y ventas lo
acercaron a un público que ha ido creciendo desde entonces en número y
fidelidad. Y es un libro, además, donde la propia biografía se convierte en
argumento no sólo de memoria personal, sino de estigma de clase, la de los
humildes que, a pesar de sus penurias, mantienen la dignidad de una conducta
noble y combatiente: “amar, ser fiel al
tiempo,/ hacer de la memoria la espuma de la vida./ no claudicar jamás a la
barbarie,/ ser cauterio en la herida del dolor de los otros,/ recoger en las
calles la semilla del duelo/ y sembrarla en los campos de honor,/ arriar cada
mañana en la bandera del miedo,/ no temer, y ser libres”. Esa semilla del duelo, de la que hablan los
versos extractados, prendió en uno de los poemas más leídos y difundido de
Nacho González en estos años, Lampedusa o
jamás, incluido también aquí y que ha servido decenas de veces para poner
voz a la aventura suicida del mar a tantos refugiados e inmigrantes: “Algunas veces nos comemos los peces que
alimentan”.
En 2016 apareció Los nombres de la herida
(Editorial Playa de Ákaba), en el que se aplica el cauterio del verso a las
pérdidas o los ultrajes. A la Sombra
luminosa del amigo muerto —Juan Garay vuelve a este prólogo—, “que todo lo rodea con un halo de tristeza /
cada vez que te nombro y no apareces”. A la búsqueda tenaz de las Madres de Mayo. A las Tarjetas Postales de su abuelo, el
ferroviario, que ponía en los ojos del exilio infantil las praderas de la aldea
perdida. A las Trece Rosas. A las Casas de acogida que fueron escuela de
vida para el poeta. A Los niños perdidos
de Lídice, que tantas preguntas desesperadas, sin respuesta, provocan en el
poema y en la conciencia misma del mundo civilizado. Los nombres de la herida se
fue forjando, por tanto, en la queja y la denuncia. Pero también, a
cuentagotas, en la ironía. Con la paródica censura, por ejemplo, del Arte
de la Guerra (de Sun Tzu): “Inútil
distraernos con argucias / propias de tiempos de legiones sórdidas / que acatan
la orden ciega de morir con honor / por exiguas soldadas y para gloria ajena. /
Un guerrero que huye / siempre es un combatiente para futuras luchas”; o con
la Mala sangre que destilan los
poetas: “Los poetas tenemos mala sangre,
/ resistimos muy mal el paso de los años, / nos ahogamos en charcos
pequeñísimos, / no sabemos remar contracorriente. /Llevamos las corbatas sin
estilo, / meamos a dos manos sobre el crítico / que desguaza con saña nuestros
libros”.
En 2017 llegó El cuaderno
de la guerra y algunas notas sobre la paz (Editorial Bajamar), quizás el
libro con el que más repercusión y ventas ha obtenido la obra de Juan Ignacio
González. Ejemplifica
la particular y firme
trayectoria personal de un autor que sigue escribiendo desde sus inicios hasta
ahora con un pulso muy similar: su corazón bombea con ritmo épico un canto que,
sobre cualquier otra cosa, honra a los desposeídos (por miseria, guerra o persecución),
una elegía que evoca el destierro de la infancia y el esfuerzo de sus padres. El
cuaderno de la guerra (y algunas notas sobre la paz) es, desde su
título, un libro de urgencias. Está escrito desde el frente de batalla, que es
un lugar donde más que reflexión, se ejerce la defensa de la vida, la propia y
la de quienes elegimos por compañeros de destino. Hay un poema breve, Manifiesto en favor de la prohibición del
ajedrez, que resume el espíritu de este ejercicio literario cimentado en el
compromiso: “Sacudid el tablero, la
partida / debiera terminarse / cuando se mueren todos los peones.” El autor
se pone al lado de los peones y anima al lector, a través un modo imperativo que configura un destinatario
colectivo al que se interpela a defender su causa, la de los débiles, en una
alegoría que equipara vida y ajedrez, rey y poder, peones y oprimidos. La
intención queda expresada y también el ámbito de responsabilidad cívica desde
el que se postula, que tiene el poder de provocar la creación, pero que no la
justifica, porque como acertadamente afirmó John Ashbery, que había vivido en
una era de turbulencias políticas sin por ello sentirse obligado a escribir
himnos sociales. “Poesía es poesía.
Protesta es protesta”. Los poemas de Juan Ignacio González parten
mayormente del desgarro social, pero se construyen con propósito de belleza. La
urgencia no les exime de la imprescindible exigencia formal, siguiendo la senda
ejemplar que en tal sentido dejó abierta la obra de Yannis Ritsos, a quien se
homenajea en dos composiciones que constituyen un oportunísimo epílogo al
cuaderno de la guerra, de tal modo que cerrándolo así queda explicitada la
inspiración no sólo de fondo, sino también de forma, que lo alumbró.
Los jardines en ruinas (Editorial Bajamar, 2019) toma su título
de un verso de Kostas Sterýopulos, en un préstamo que aúna dos, al menos, de
las características del libro: la influencia de lo griego (a la que debe
añadirse también el tributo rendido en las composiciones de la segunda parte a
la poesía arábigo-andalusí) y el propósito que alienta esta recopilación de
poemas escritos desde 1987 y casi hasta el momento de la publicación: ser
eslabón que enlace épocas separadas entre sí, al modo en que lo hacen las
propias ruinas a las que alude el título, que no en vano son, ese vínculo que
pone en contacto mundos aislados en el tiempo pero unidos en su condición fugaz
y en su ansia de perduración. “Esto es el
hombre”, decía Cernuda frente a las ruinas, recordando que estamos hechos
de “materia fragmentaria / con que se
nutre el tiempo”. Hay por tanto, en
esta visión de la poesía, una voluntad de que emerja trascendiéndonos al modo
en como lo hacen las propias ruinas, renaciendo lo que un día fue para que la
curiosidad de los que nos sucedan recupere una memoria que, en su trama
sentimental, probablemente se les antoje muy parecida a la suya. En este
poemario se apela a los sentidos, honrando, como dicen los versos de Homero
en Ios: “las más hermosas costumbres
de los griegos,/ que son, como tú sabes,/ la música y los cuerpos”. Esa
música viene acompañándonos a lo largo de toda la obra poética de Nacho, que
tiene para el ritmo poético una facilidad adiestrada en la lectura de muchos de
los autores citados en esos jardines. Un ritmo que endurece casi hasta la épica
en sus composiciones más sociales, que dulcifica en las más líricas y que
prosifica en las estrictamente narrativas. En la que vuelve, una vez más, al
monólogo dramático, un ejercicio de otredad que se mantiene a lo largo de todo
el poemario, por lo que uno tiene la sensación de que participa de una
prolongada confidencia que nos es susurrada al oído por los labios de un sinfín
de personajes suplantados prodigiosamente por quien toma de cada uno aquello
que mejor sirve a su causa: conmover, denunciar, seducir, consolar o
consolarse. Hay que poseer un acendrado espíritu empático para encarnar tantas
y tan variadas sensibilidades. Hay que haberse empapado durante años de
lecturas para transitar con tanta seguridad los escenarios literarios e históricos
evocados en el libro.
Y finalmente, tras los primeros meses de
pandemia, y una vez finalizado el confinamiento, aprovechando la inmediatez que
otorga un formato como el de Heracles y
nosotros, Nacho ha dado a luz en 2020 el Cuaderno
para un confinamiento, al que el
crítico cántabro Carlos Alcorta se refirió así: “El sincero latido de su corazón no podía quedar expuesto de mejor
manera”. Como tampoco, cree uno, podría exponerse mejor el inventario
exacto de sus constantes expresivas y referenciales. Por un lado, el verso
largo, medido, rítmico, que no escatima recursos ni distancias. Por otro, los “nadies”
sin amparo, las persecuciones genocidas del siglo pasado, su infancia de niño
de emigrantes, el amor ya sin artificio, la perspectiva de la vejez o las
reflexiones sobre el oficio. Esta pleamar que parece cumplirse con esta última
entrega poética, quizás se llene de más olas, pero estoy seguro de que todas
romperán en los mismos diques: la belleza irrenunciable, la música que la hace
posible, los asuntos que la vuelven trascendente.
La calidad literaria de una obra no se
mide, es sabido, por la calidad humana de su autor. Hay canallas que escriben
como ángeles y ángeles, en cambio, que le guardan vasallaje a los renglones más
torcidos de Dios. Así que no siempre nos
encontramos con una obra como la de Juan Ignacio González, escrita por un tipo
ejemplar en lo civil y admirable en lo creativo, que se ha ido granjeando como
profesor de la Escuela de Trabajo Social el afecto sucesivo de unas cuantas
promociones de alumnos; que antes, ejerció de educador durante varios años en casas
de acogida, ofreciendo a muchos chavales sin suerte en su niñez algo más que un
resquicio de esperanza (y sé bien que es ésa una de las tareas que le han
reportado más satisfacciones a Nacho); que ha sido cofundador del Grupo Cálamo
en los años ochenta y del premio de poesía que lleva ese mismo nombre; que como
editor, ha dado a luz las colecciones Cuadernos
del Bandolero y Heracles y nosotros;
y que en el compromiso político ejerce como militante veterano y con galones de
la izquierda ecologista. Un poeta, que eso se trata de reseñar aquí, que ha ido
forjando una obra que no sólo ya es extensa, sino que además cuenta con la lealtad
de muchos lectores y la admiración de muchos compañeros de oficio.
José
Carlos Díaz