Ayer salió en El Cuaderno esta entrevista que me propuso Pedro Luis Menéndez, a quien le estoy muy agradecido por la atención.
Hay autores que publican cualquier cosa, esté o no en el nivel que se espera de ellos —incluso entre los consagrados—, y autores que se miran muy mucho a la hora de dar a la imprenta su producción. José Carlos Díaz (Gijón, 1962) es uno de estos últimos, aunque con el paso del tiempo ha ido consolidando una obra muy íntegra de la que el ejemplo más reciente es Aire de lugar y gente, editado por Trea hace solo unos meses en su colección de poesía. Desde 2006 publica la bitácora digital Los Diarios de Rayuela, en la que encontramos las palabras que pronunció en la presentación del libro, así como el reportaje que sobre el mismo fue emitido en el programa Pieces de la Televisión del Principado de Asturias. Más menciones de su Aire de lugar y gente encontramos también en la reseña de Carlos Alcorta en El Diario Montañés y en la de Álvaro Valverde en estas mismas páginas de El Cuaderno.
Es posible que en los ambientes literarios en que se mueve José Carlos Díaz sea conocido sobre todo —o casi a veces de modo exclusivo— como poeta y, sin embargo, a mí me interesaba acercarme con él a su faceta de prosista. José Carlos tiene tres novelas publicadas y unos cuantos relatos y textos de variada condición tanto en publicaciones electrónicas como en libros colectivos. Estas tres novelas han sido editadas a raíz de la obtención de distintos premios: Letras canallas (Septem, 2009, Premio Ciudad de Noega), Aunque Blanche no me acompañe (Aguaclara, 2014, Premio Salvador Aguilar) y Vísperas de nada (FCP, 2017, Premio Castillo Puche).
Y por ahí quería empezar. ¿Los premios como proyección, como palanca, o sencillamente para asegurar que el libro sea publicado? No sé, ¿cómo lo ves tú?
Me temo que todo se reduce a un problema de autoestima. De falta de autoestima, para ser preciso. Siempre he escrito sin tener muy claro si el resultado, en términos de calidad, valía o no la pena. Cuando se trabaja con esa incertidumbre, sin mucha confianza, resulta una osadía llamar a las puertas de una editorial. Creí por eso, hace años, que la prueba de fuego podía estar en el juicio de un jurado. Si unas personas desconocidas, a las que se les supone criterio, avalaban con su fallo lo que uno había escrito, podía concluirse que el esfuerzo iba encaminado. Así que cuando conseguí un par de premios, de cuento y de novela, me pareció más cómodo seguir ese camino con lo que iba escribiendo. Además, no he sido nunca un escritor social, en el sentido más mundano de la palabra, y por tanto, al moverme muy en la periferia de los ambientes literarios, imaginé que no sería fácil que me diesen crédito en editorial alguna. Por lo que, respondiendo a tu pregunta, creo que con los premios perseguí confianza y, a la vez, imprenta para mis cosas.
Porque todos sabemos que hay premios y premios. Que a estas alturas el género no se vende en el arca es sabido por cualquiera, pero a ti que no te gusta nada un exceso de proyección pública, ¿cómo afrontas —también como lector— esta sobrexposición en redes sociales, en firmas, en giras por ferias, sobre todo de autores y autoras muy jóvenes?
También por ahí los premios tienen ventajas. Viajas a recogerlos cuando el libro se imprime, cenas entonces con el jurado, firmas unos cuantos ejemplares en la presentación y te vuelves a casa con unos cuantos más para regalar a los amigos. No tienes otras obligaciones. Eso, y lo he vivido ahora con la publicación en Trea de Aire de lugar y gente, es distinto cuando una editorial apuesta por tu obra. Le debes agradecimiento y, por tanto, promoción a lo editado. Así que, por muy discreto que te pretendas, debes salir de tu zona de confort y exponerte para que el género se venda.
La sobreexposición a la que aludes tiene obviamente que ver con las facilidades que ofrecen los modernos canales de comunicación, que generan, por un lado, modos creativos cada vez más reducidos y masticables, de modo que su consumo requiera poco tiempo y esfuerzo; y, por otro, y en lo que a la literatura se refiere, y más en concreto a la poesía, el alumbramiento de creadores, a los que, por ejemplo, Carlos Mayoral se ha referido como parapoetas, que aglutinan tal número de seguidores en torno a sus versos Mr. Wonderful que hasta editoriales de prestigio, oliéndose el negocio, han terminado por hacerles hueco en sus catálogos. Cabría albergar la esperanza de que esos versos tan de eslogan de camiseta o taza de desayuno abriesen la puerta a la poesía de verdad, pero me temo que, como con los grafiteros y la pintura, salvo algún Banksy ocasional, lo demás no llegará nunca a ser obra permanente de museo. Le habrá dado color a la vida, que ni es poco ni viene mal, pero ahí quedará la cosa.
¿La narrativa como complemento? Afirmabas ya en 2007 que te sentías más cómodo con el verso que con la prosa, pero en mi opinión eres también un narrador muy sólido, no un poeta que a veces escribe en prosa, sino un narrador con todas las letras, que sabe utilizar los recursos propios de la prosa, muy diferentes en ocasiones a los del verso.
He tenido en ocasiones la sensación de que la poesía estaba al alcance del atrevimiento de muchos. Es demasiado fácil poner ocurrencias en renglones y que pasen a la vista, también de muchos, por poemas, siéndolo solo en el escalafón más rudimentario del género. Así que quizás, no tanto ya por necesidad creativa, como por prestigiar lo que uno pretendía en la literatura, incurrí en la novela. Además, he leído, a lo largo de mi vida, mucha narrativa, y esa proximidad al género me ha permitido abordarlo respetando, al menos eso espero, sus normas básicas.
Por esto de la curiosidad lectora, ¿simultaneas en tu escritura poesía y prosa, va por épocas, obedece a algún impulso concreto?
La necesidad de la poesía es de una perentoriedad casi orgánica. Puede llegar con más o menos fluidez, incluso ausentarse por tiempo, pero, tarde o temprano, vuelve. Aire de lugar y gente, el poemario recién publicado, me obligó a posponer cualquier otro proyecto porque su tono, su estructura y su planteamiento han exigido una dedicación casi de artilugio narrativo. De una manera elemental, desarrolla un planteamiento, un nudo y un desenlace. Todo parte de una muerte. Sigue con un viaje espacial y temporal que indaga en las raíces de quien ha fallecido. Se describen luego las circunstancias de esa pérdida y se concluye con un final moderadamente esperanzado en la vida de quien nos sucede sobre la faz de la tierra.
Pues bien, esa exclusividad que me reclamó Aire de lugar y gente no ha sido nunca la forma habitual en que he abordado el proceso creativo. La poesía ha ido llegando esporádica pero recurrentemente. Los poemas piden su tiempo, su reposo, su revisión, pero sin que deba renunciarse mientras, si estuviese en marcha, a lo narrativo, que es algo más artesano, más de picar piedra en lo estructural, aunque sustancialmente se le procure la misma literariedad que se persigue con lo poético.
Antepones a Vísperas de nada esta cita de Coetzee: «Las cicatrices son sitios por donde el alma ha intentado marcharse y ha sido obligada a volver, ha sido encerrada, cosida adentro». Y una de Xuan Bello en tu novela anterior: «La niebla es, más que un estado atmosférico, un sentimiento del alma». Como afirma César Iglesias, ¿es la tuya una sentimentalidad de la herida, que aparece tanto en tu poesía como en tu prosa?
La novela Aunque Blanche no me acompañe y el poemario Aire de lugar y gente —quizás también Convalecencia en Remior—, tienen un tono parecido, un paisaje de fondo similar, unas preocupaciones temáticas bastante afines. Aunque Blanche no me acompañe se interroga por qué algunas geografías nos imantan valiéndose de esa añoranza que el ámbito del noroeste peninsular se llama saudade o señardá. Aire de lugar y gente ofrece respuestas a aquella pregunta al afirmar como raíz la tierra de quienes nos dieron al mundo, no por tanto el lugar donde vivimos, sino el paraje natural que formó el carácter, las costumbres y hasta el idioma de nuestros padres. Esa tierra que se nos hurtó por la diáspora de la necesidad es la que se añora, no tanto como Arcadia, sino como identidad singular de la que fuimos privados.
Las obsesiones de un opositor que protagoniza, en tus palabras, «una alegoría del oficio de escritor», o ese pintor, Héctor Bueres, que personifica en su autorretrato «la proyección de la carcoma que habita en todo hombre», ¿adónde nos llevan más allá de la anécdota de sus vidas?
Tengo cuatro novelas breves escritas. Tres publicadas. La primera, Letras canallas, fue un ajuste de cuentas, en tono sarcástico y, por momentos, disparatado, con las circunstancias siempre dañinas que rodean el mundo de las oposiciones (que sufrí durante unos años de mi vida). Pero como todo texto narrativo que se emprende sin atar más que sucintamente sus cabos argumentales, la historia acabó por imponer su criterio y fue fraguando una alegoría del oficio de escritor, siempre mediado por obsesiones, ebrio de palabras, de voces ajenas, con escasa vida propia y, por tanto, dependiente en lo emocional de la forma de sentir y actuar de personajes ficticios. La novela retrata esa doble faz que entraña la adicción hacia lo literario, condenatoria en la ofuscación de cuanto se hace irremplazable, y salvadora al tiempo por la luz esclarecedora que derrama sobre los dramas de la existencia.
Se escribió después Vísperas de nada. En una visita virtual al Thyssen, descubrí un retrato pintado en 1926 por un tal Albert Henrich. El retratado era otro pintor, desconocido, llamado Tränkler. Sobre esa imagen, en la que tan hipnóticamente me sumergí, trabé una pequeña historia, ambientada en Madrid, que reflexiona sobre la fidelidad a los principios que inspiran una vida y una obra creativa dignas, sobre la lealtad en el amor y en la amistad.
Por su parte, en Aunque Blanche no me acompañe se describen los viajes de un hombre que cada semana, y casi por inercia, se desplaza desde la ciudad hasta el pueblo de sus padres, buscando una identidad perdida en un ámbito agonizante, pero indefectiblemente propio. Se trataba de focalizar el reducido ámbito de la aldea, que eximida de fronteras puede contener el universo, según decía Miguel Torga, para concentrar en ella infierno y paraíso, para ubicar también allí la raíz perseguida.
La cuarta, Representación, aún sin ver luz, vuelve al mismo espacio geográfico que Aunque Blanche no me acompañe. Es fruto de parecidas obsesiones y tiene también mucho que ver con mi último poemario publicado.
Vuelvo a las relaciones entre tu poesía y tu prosa y puede que se trate solo de mi lectura o de las circunstancias de esta, pero no dejo de preguntarme si una parte de los poemas de Aire de lugar y gente no existían ya de algún modo en la prosa de Aunque Blanche no me acompañe.
Es una intuición muy atinada. Entre esa novela y ese poemario levantados sobre el mismo terruño hay evidentes imbricaciones. En uno de los capítulos de Aunque Blanche no me acompañe se describe el viaje semanal del protagonista a la aldea de su familia como la indagación meticulosa del interior de una matrioshka. A esa especie de Meursault que protagoniza el relato parece que solo pudiera redimirlo en parte del nihilismo más absoluto una reinserción en las raíces. Eso se cuenta con un estilo tan conciso que si alguno de los párrafos se presentase en renglones pudiera quizás pasar por poema de corte narrativo.
En Aire de lugar y gente, partiendo de lo que empezó siendo una elegía por el fallecimiento de mi padre, se indaga en la historia familiar, en el desarraigo generado por las miserias de la guerra civil y en el magnetismo de ciertos lugares afines al alma. Ahí se cierra aquel final abierto de la novela: identificando las razones por las que somos parte de un espacio geográfico que nos conformó por más que nuestro nacimiento ocurriese lejos. Y eso se hace a través de una poesía descriptiva, que además de contar sílabas, cuenta cosas, de tal modo que si algunos de esos versos se escribieran como párrafos, tal vez podrían encastrarse en determinados capítulos de Aunque Blanche no me acompañe.
A los escritores no les gusta demasiado que les pregunten por cuestiones técnicas, pero creo que a los lectores sí nos gusta saber algo de la cocina del autor. ¿Cómo funciona la tuya? ¿Eres de los de sinopsis argumentales, fichas de personajes, localizaciones incluso fotografiadas, o sigues un estilo de escritura más espontáneo?
Al poema no se llega con la sola intención de escribir unos versos. El poema precisa de unas condiciones ambientales y/o anímicas determinadas. La poesía es elegía o celebración. A la primera la precede una pérdida. La segunda se justifica en la dicha. Identificado el acicate, solo si también alcanzamos la predisposición emocional necesaria y nos hallamos en el ámbito adecuado es posible llegar o al menos intentar el poema. Eso y, en mi caso, además, tener a mano un portaminas y un cuaderno. Los poemas siempre los empiezo a lápiz y en rincones de cierto recogimiento o, al menos, con cierta posibilidad de ensimismarme.
Las novelas parten, sin embargo, de una voluntad de construir un relato que, planteadas ciertas preguntas o asumidas ciertas obsesiones, pueda ir ofreciéndonos respuestas a través del propio desarrollo de la trama o del proceder de los personajes. Elaboro una estructura mínima y pergeño unos pocos personajes. Con esos mimbres y sin un final cerrado del todo de antemano, voy escribiendo textos o diálogos que pretendo concisos, pero que a la vez resulten prospectivos, de modo que alumbren por sí mismos —y juro que así sucede— el camino que debe tomarse en las páginas siguientes.
De Aunque Blanche no me acompañe:
El sábado dos de marzo tomé el desvío hacia Brocal a las once de la mañana. Crucé el puente sobre el Nereya y subí río arriba. En contra de lo que suele ser más usual —avivar la marcha ante la proximidad del destino al que nos dirigimos— en esos veintiocho kilómetros últimos suelo conducir despacio. Si ralentizo mi recorrido es porque, sabiendo que ese trayecto me transforma, me recreo en las sensaciones de la metamorfosis: un ligero desasosiego, una tristeza placentera, un identificación detallada y casi lujuriosa con los olores, con los sonidos y con el paisaje.
Todo retornado rebusca en su interior hasta encontrar el poso de cuanto fue antes de dejar la patria o la aldea: memoria, lengua y hasta temperamento. La capacidad de volverse un insecto fásmido, confundiéndose con el follaje, puede forzarse o simplemente recobrarse. En el trayecto final de mis regresos al pueblo intento reconocer los tiempos y las señales de la recuperación en ese lento camuflaje que arranca a orillas del mar y se va desplegando al remontar el curso del río con un gesto tan aparentemente intrascendente como silabear el nombre de los pueblos con que me tropiezo al paso. Hay en todo ritual, mágico o religioso, ciertas letanías insoslayables que predisponen al trance. Los topónimos del espacio geográfico al que tan ligado me siento, cuando más que pronunciados se recitan, como versos bien medidos, se convierten en mi propio mantra de inmersión en el lugar.
Mientras conducía, pensaba esa mañana que estos viajes son como indagaciones meticulosas del interior de una matrioska. Yendo de la gran muñeca inicial que contiene la ciudad a la última y minúscula figura en la que solo cabe la casa familiar; yendo del universo que es capaz de albergar una serie menguante de mundos al reducto irrespirable que no solo no puede abrirse sino al que en su pequeñez ni tan siquiera se le puede dar forma y rasgos precisos: muñequita sin cintura, hueso amargo. Todo el aire liberado del resto de las matrioskas gira por eso como polvo estelar en torno a la pieza indivisible, todo el contenido extraído a los cuerpos demediados flota sobre el vasto espacio que me acerca a Brocal.
He interpretado a veces esa metamorfosis como una reversión de Gregor Samsa. Me perdí en la vida que tengo. No me satisface. Estoy además seguro de que solo renunciando a toda ambición se puede arañar la felicidad. No, no es que me vuelva mariposa en la aldea, pero dejo al menos de ser por unas horas el insecto que me siento de costumbre.
Cuántas veces nos han subyugado esos encuadres fotográficos, fílmicos o pictóricos, esas visiones de las que inesperada y ocasionalmente somos testigos, en que, por ejemplo, una hipnótica vela hinchada por el viento surca en la lejanía el inabarcable horizonte marino, o un hombre pesca en la más absoluta soledad de un acantilado al atardecer, o un correo del zar galopa en la vastedad de la tundra llevando en las alforjas un diálogo de grafías entre mundos distantes. Los territorios nos susurran a veces cosas sobre nosotros mismos de las que casi nada sabíamos, pero tras las que andábamos por una intuición que es tan redentora como autodestructiva.
Así me siento yo. En eso me convierto en los regresos. Mancha en la nada, candil en la oscuridad, nave en el océano, última de las matrioskas, muñeca cerrada sobre el átomo que la constituye, expuesta a la naturaleza y, a la vez, al poso mismo en el que el alma decanta lo que poseemos, el bien y el mal que nos habita.
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