Te mirarán desde todas las esquinas. Las de sus casas, donde guardan la memoria de la vida que allí levantaron, y desde la esquina retorcida del tiempo al que se han sobrepuesto. Te mirarán con la firme convicción de que en Mogarraz el terco culto a la personalidad de quienes levantaron sobre el granito, el castaño y el adobe la intimidad de sus existencias, se ha amotinado contra el despoblamiento que amenaza a tantos y tantos otros pueblos. Mogarraz tiene un ejército de ánimas alegres que miran sin recelo a los viajeros y con agradecida complicidad a quienes mantienen encendida la lumbre de sus cocinas y abren cada mañana a la luz las ventanas desde donde miraron el mundo, desde donde milagrosamente siguen mirándolo.
jueves, agosto 23, 2018
lunes, junio 25, 2018
Poética
Después de todo, y todo es cuanto
se cargó sobre los hombros del alma por el tiempo exacto de una vida más que a
medias, tengo por única certeza que sólo el temblor, autoprovocado o sobrevenido
por sorpresa, merece la respuesta de un poema. Cómo se cuente esa
desorientación repentina por la que se pierde pie sobre la tierra, esa ebriedad
por la que se alcanza verdad o miedo, será la consecuencia de los modelos que
nos guiaron hasta afrontar nuestro personal dicción. Y el contar mismo será una
provocación de la necesidad, no muy distinta a la que nos lleva a la confidencia
o la oración, por lo que siempre se buscará un oído del que reclamemos la
atención suficiente que le dé sentido a nuestro esfuerzo.
lunes, mayo 28, 2018
Matar el tiempo, de Luis Miguel Rabanal
Demasiadas
veces se juega con cartas marcadas cuando analizamos la obra artística de
creadores que sabemos vapuleados por aciagas contingencias vitales. Sobre esa
condición menoscabada se argumenta el relato crítico, en la convicción de que
ha de ser, indefectiblemente, la piedra angular de su obra. Y aunque finalmente
este protagonismo se confirme en no pocas ocasiones, una honesta lectura
crítica ha de intentar abordar siempre por sí misma la obra de la que se trate antes
de situarla en el contexto vital o social en que se ha gestado. Ya habrá tiempo
de referirse a ese entorno si así lo considerásemos oportuno para mejorar la
comprensión del libro analizado. Porque comprender ha de ser el segundo de los
objetivos a alcanzar, pero no a través de un ejercicio de exégesis, o al menos
no a toda costa. La obra literaria “comprendida” debe situarnos no ante una
detallada glosa, sino ante la intención última del autor: estética, ética o
bien una mezcla compensada o descompensada de ambos propósitos. Llegaríamos así
a la tercera fase, la del juicio crítico, la valoración, que para quien no
ejerce la crítica profesional o académicamente, como es el caso, pero se empeña
en dar a la luz por escrito lo que le ha parecido un libro, sólo puede
significar que se quiera dar cauce a una emoción que por asombro o placer se ha
experimentado y merece reseñarse.
En
el terreno fronterizo compartido por estas sensaciones (asombro y placer) se
circunscribe la lectura de Matar el tiempo, de Luis Miguel
Rabanal. Setenta y cinco textos poéticos en los que el lector (este lector al
menos) encuentra un estilo literario personalísimo que logra enmarcar todo el
contenido en un ambiente sostenido (casi surreal, entre la cotidianidad y la
ensoñación) que sirve como trasfondo apropiado para la expresión poética
pretendida. Ese, cree uno, es el primer rasgo distintivo del libro. Aquello que
los formalistas rusos daban en llamar literariedad, y que puede adoptar distintas
formas, aquí tiene el aspecto de una libertad formal que desborda costuras
métricas o estróficas y que huye en todo momento del significado denotativo del
discurso, pero no a través de figuras poéticas compartimentadas (ahora una
metáfora, más allá una aliteración, aquí una sinestesia), sino de la libérrima
asociación de palabras aun en contextos sintácticos usuales, sólo violentados
en la significación incierta de lo urdido en ellos. Como si el poeta, y aquí me
atrevo a la conjetura, trabajase los textos desde la idea o el impulso inicial
que los genera, empleando para ello moldes estereotipados, pero con contenidos
que se encajan a golpe de evocación —por recuerdo o añoranza—, de proximidad —dado
que lo que está cerca adquiere, no pocas veces, un protagonismo pertinente en
lo que se escribe— y de sentido —el que, como una veta, recorre finalmente el
texto y se desvela, a veces, en la coda final que, a modo casi de aforismo,
cierra muchas composiciones—: “Por doquier palabras.”; “Exacta culpa
de la infancia.”; “Vete tú a saber si todo no es hoy execrable.”; “Llegan
de muy lejos los pájaros.”; “La casa huye del silencio.”; “Tanta
amargura no ha de ser buena, tanta amargura que apetece escupir.”; “Toda
la casa huye de mí.”; “Te llamas Casimuerte y tú lo sabes bien”; “Matar
el tiempo matar el tiempo matar el tiempo.”; “Olleir no existe, te
dijeron algunos.”; “Vivir, mera anécdota de los usurpadores.” Tal
manera de afrontar la creación literaria genera ese “asombro” al que aludía.
Dejamos de percibir la exacta definición de lo nombrado al desencorsetarse la
relación de las palabras a través de asociaciones inesperadas, deslumbrantes: “Muchachos
atrevidos que beben luciérnagas en copas de menta, es el hielo de cuando pasan
descalzos”. Ese asombro pudiera generar rechazo en el lector partidario de
la empatía significativa, pero ofrece un perverso placer a quien se
adentra en este libro, o en otros libros o creaciones artísticas no
ceñidos a interpretaciones unívocas, con la intención de que la empatía se
establezca en lo emocional, en lo sensitivo. Alguna vez dijo Luis Miguel Rabanal
acerca de cómo han de leerse sus textos que “el buen lector, que lea, que es
lo suyo. Y que se deje llevar y a ver qué pasa”. Esa debe ser la actitud.
No
quisiera que esta alusión mía al deslumbramiento en Matar el tiempo diese
lugar a malentendidos. Aquí —y es algo que se olvida a menudo por quien reseña
textos poéticos o redacta catálogos de exposiciones de arte— no se trata de
redactar un texto literario que de algún modo se ponga en un plano paralelo al
de la obra a que alude. Me gustaría ser preciso, no ocurrente. La lectura crítica
analiza, comprende en la medida de lo posible, intenta explicar cómo se abordó
el acercamiento a lo aludido y, en última instancia, valora la experiencia
creativa experimentada. Por eso, cuando hablo de deslumbramiento me refiero a
la capacidad del texto para poner luz sobre realidades paralelas o inesperadas,
pero no aludo al carácter luminoso de un texto que es sobre todo sombrío por el
amargo tratamiento con que relata la condición mortal y las limitaciones
humanas, abordadas desde una región de renuncias al “saberse (el
poeta) desahuciado como cualquier huido en el interminable fondo del
bosque”. Como cualquier de nosotros, por tanto, en la escala
correspondiente de edad o enfermedad que transitemos.
Sirva
el poema LXXII como ejemplo de esta posibilidad de identificación con lo leído
(independientemente de las circunstancias que distancien a poeta y lector).
Parece aludirse en él a un encuentro al atardecer entre un hijo que se supone
ya maduro y un padre que se adivina viejo, quizás enfermo, y por tanto cada vez
más mortal. Contingencia ésta —“la hora de estremecerse”— que
ambos saben y asumen en silencio mientras llega la noche, como al poema de
Quasimodo — “Ed è subito será”—:
“Llega
de súbito la noche y nos sorprende apenas su tibia, su bronca sinrazón con
palabras no dichas”.
Y
uno, lector que se deja llevar, piensa en todo lo que un padre y un hijo nunca
se llegan a decir, en la resignación hacia ese pudor de palabras que luego pesa
tanto.
Con
ese texto íntegro y con otros muchos extractados, se pueden ir trazando a lo
largo de Matar el tiempo nuestras propias afinidades. En eso
consiste el estremecimiento que nos regala la poesía, en descubrir en el
hallazgo del otro, la sensación propia. Pero cabe también —no tengo cuerpo de
talibán estructuralista—, es incluso aconsejable, la contextualización posterior
del texto: a qué debe tanta tristeza, por qué esos sarcasmos, dónde está Olleir
o si Musina maúlla sobre un teclado de ordenador a la orilla del poeta. Será
toda ella Información valiosa que sin duda ayudará a una más exhaustiva comprensión
de lo leído. A una, por así decir, interpretación a lo ancho. Pero para una
interpretación honda, deténgase el lector una y otra vez en la sorpresa de
aquellos pasajes a los que no es capaz de otorgarles mayor comprensión cabal
que la que ofrece la belleza sobrecogida de una verdad íntima, compartida y
expresada con lenguaje propio, y por tanto único.
domingo, abril 22, 2018
Espazo Caritel
Dice Caxigueiro que la tierra que
se extiende desde Estaca de Bares a Barreiro no tiene primavera. El viernes que
estuvimos en San Martiño era por el calendario un día de primavera, pero es
verdad que no lo parecía. Venía desde el mar una bruma insana que dejaba en el
aire un aroma a verdín. Hay un poema del portugués Carlos Lopes que le dice a
la camelia: “fazes do Inverno a Primavera”.
Quizás tenga que ver esa voluntad de llevarle la contraria a la persistencia
del invierno aquí, en esta mariña, pero también en otros lugares próximos y no
menos olvidados por el sol primaveral, la afición por las camelias. El jardín
del Espazo Caritel es un lugar de camelias. De muchas y bellas variedades de
camelias. Sus vivos colores, realzados por el telón verde sobre el que
florecen, son un espejismo primaveral.
El Espazo Caritel se levanta a
los pies de una hermosa, imponente, oscura y húmeda basílica románica. Tiene
una arquitectura moderna, de muros blancos y vanos acristalados amplios. Allí se expone una muestra pequeña pero
representativa de la obra escultórica y fotográfica de Daniel Caxigueiro. Él
nos la mostró y explicó. El pequeño catálogo expositivo del Espazo deja
apreciar el carácter conceptual de sus creaciones, que tienen allí el apropiado
apunte para conocer algunas de sus principales obsesiones: las series Guerreiros
(que parte del encuentro casual del artista con los dientes gastados de una
excavadora, con la interpretación que un niño, su ahijado, hizo de aquel
material y con la metáfora que a partir de ese encuentro recrearon sus
cerámicas reproduciendo el motivo, en lo que bien podía entenderse como búnker
o burka), O Bosque das Ausencias (donde un tratamiento expresionista del material
cerámico otorga a una especie de máscaras vagamente griegas el aspecto
torturado de todos los dolientes por guerra o injusticia) o A
linguaxe da memoria (inspirada en la destrucción de la Biblioteca de Sarajevo
y que reproduce libros calcinados y mutilados depositados el suelo o sobre
instalaciones móviles que aluden al permanente traslado de los conflictos y sus
traumas).
Hay en la camelia, en su cultivo,
quizás, un espíritu de rebeldía: la belleza retando brumas. Hay en la obra de
Caxigueiro una defensa de la cultura, una denuncia de las agresiones contra la
libertad y una voluntad de resistencia contra el mal que explican su obra y que,
acaso, expliquen también su jardín.
jueves, abril 12, 2018
La memoria de los árboles, de Concepción Sanfiz
La memoria de los árboles
Concepción Sanfiz
Punto Rojo
Manuel Sanfiz Trigo. Doy con él noticia de un rastro. Porque la intención última de un libro es dejar rastro de su lectura en quien lo tuvo entre sus manos y se adentró en sus páginas. La intención última de La memoria de los árboles, de Concepción Sanfiz, es levantar un pequeño bosque de hombres, una humilde foresta de memorias dignas que no merecen el olvido. Y entre ellas, la más querida, la del propio padre de la autora: “…solo lo que se nombra existe. Por eso voy a dejar constancia aquí del nombre de mi padre: se llamaba Manuel Sanfiz Trigo, y así se seguirá llamando mientras haya un lector que lea estas páginas y luego pronuncie, despacio, su nombre en voz alta”. Pero en torno a esa figura paterna, y sobre el suelo fértil de Olba, se alzan también, igual de firmes, las vidas recordadas de otros cuantos buenos seres humanos. A ellos viene a hacerles justicia el libro. Al dirigirse a la narradora, lo dice bien Isabel —personaje que vertebra con sus evocaciones la trama central del relato—: “…muchas de esas estrellas que vemos hace tiempo que se han apagado. Pero, aunque estén muertas, su luz seguirá iluminándonos durante años. Eso es lo que has hecho tú: lograr que su luz siga brillando”.
Este propósito que creo que es el de la obra, se urde a través de la historia de una profesora que llega a un pequeño destino rural, la villa de Olba, desde el que intentando mantener vivo el recuerdo de su padre, del que quedó huérfana siendo niña, asume un compromiso emocional con ciertos personajes del lugar, cuyas vidas, en peligro de olvido, cree, con buen criterio, que merecen el esfuerzo de la remembranza y del testimonio. Cada uno de esos mundos individuales que se intentan salvar es un árbol, porque como los árboles todos “tienen la generosidad callada de los seres que hacen bien a los demás sin que se note apenas”. Y Olba termina por desvelarse como una tierra propicia para los árboles.
En estos tiempos de patrias arrojadizas, resulta conmovedor asistir a la creación de una patria mucho más humilde, íntima, permeable, de fronteras tan modestas como el caño de una fuente, la fábrica sólida de unas escuelas graduadas, el tapiz de unos pétalos de camelia o la cancilla de un lavadero en desuso. Una patria de olores: “el olor del ozono en el bosque, tras la tormenta; el olor a lejía de la iglesia, cuando las mujeres fregaban con gruesos cepillos el entarimado; el aroma delicioso y reconfortante del café, tostado en grandes bombos calentados sobre brasas a las puertas de los bares, y, entremezclándose con él a lo largo de las plazas y calles, el penetrante olor a estiércol de los días de feria, o el inconfundible perfume de la hierba recién segada, preludio del verano, o de la crepitante leña ardiendo en las cocinas, indicio del invierno”. Pero sobre todo, una patria de afectos: hacia y de quienes acogen a la profesora curiosa que indaga paisaje y gentes con la voracidad de un vacío en el alma que la persigue y que logra finalmente llenar en su destino con graves historias de desarraigo o exilio, pero también con pequeños y ocurrentes sucedidos. No son sino, en fin, los cuentos con que Scheherezade trata de engatusar al sultán Tiempo, ese cruel déspota que todo lo condena a la amnesia. Olba está llena de fuentes. El agua corre por sus calles, por sus praderías. La lluvia cae largamente a lo largo de todo el año. “Olba, lugar donde el agua está omnipresente, es, precisamente por eso, un paradigma perfecto del tempus fugit”. La literatura, dice, Concepción Sanfiz, “esta ansia de escribir, no es más que mi pequeño David contra ese colosal Goliat que es la propensión universal al olvido”. “No sabes cuánta soledad puede caber en una memoria que no encuentra recipiente en que verterse”.

Las buenas intenciones no son nunca salvaguarda de una buena literatura (más bien adoquinan, según dicen, los infiernos), pero cuando con buenas intenciones se es capaz de hilar una prosa limpia y cuidada, un relato somero pero bien estructurado, una emoción sincera y contagiosa, cuando todo eso se ofrece a la vez, el placer de la lectura, entonces, se intensifica por la adecuada conjunción de estilo y propósito.
Concepción Sanfiz fue dichosa en su destino docente en Olba y ha sabido agradecer ahora, con este bello libro lo que Olba le dio durante aquel tiempo allí: “En teoría iba a Olba para enseñar Literatura Española. En la práctica, eso procuré hacer lo más dignamente que supe, pero para mí fue más importante lo que aprendí que lo que enseñé.” Si así fue, no se debió ello, cree uno, sino a la humildad con que la escritora supo acercarse a los olbenses, a su historia y a sus tierras. Desde ese respeto a los otros -en las antípodas de cualquier arrogancia-, desde esa altura discreta y atenta que mantuvo la profesora en Olba, hasta la pequeña hierba puede parecer al viento un oleaje y hasta las gentes más modestas, merecidos héroes de odiseas desconocidas.
Olba es ya, desde este libro, una patria cierta. El paisaje de un recuerdo sostenido sin menoscabo a lo largo de las estaciones. El asidero de algunas memorias nobles. Y, sobre cualquier otra cosa, el territorio fijado para siempre en un momento, entre lusco e fusco, en el que todavía cabe la ilusión de que nunca llegará allí la ruina, como acaso llegue, tristemente, al envés de su anagrama, Boal.
miércoles, abril 11, 2018
Tormenta
Dios arrastra a veces sus
tormentas por el cielo
con la misma desesperación
de un condenado,
de un convicto entregado a
las cadenas
por un largo tiempo de
insomnio y sombra.
La venganza envilece
entonces
de tal manera todo cuanto hace
que hasta hay tardes en que su mano diestra,
la cincelada en mármol,
ahoga cruel como una
almohada
el aliento último de los
mejores días.
JCD
miércoles, abril 04, 2018
Cabo Mayor
Manuel Rivas
martes, marzo 20, 2018
Cantata de los días tasados

miércoles, diciembre 20, 2017
Sangría y la afición
Sangría
era un aficionado muy popular que en los setenta, antes de los partidos corría
las bandas de El Molinón portando una pequeña bandera rojiblanca bajo los
aplausos socarrones de los aficionados. Yo era socio infantil por entonces. Me llevaba
al campo un amigo de mi padre que aparcaba su Seat 850 por detrás de La
Asunción. Ocupábamos escalón en la grada este. Olía a puro, se vendían a las
puertas del estadio almendras garrapiñadas y en las cantinas botellines de
Fundador. Yo conocía a Sangría porque lo
veía a menudo por mi barrio, era de El Llano y parroquiano más que asiduo de
los bares de la zona. Vivía del pequeño sablazo consentido. Recuerdo que José
Manuel, aquel capitán educado y de fútbol sobrio, que fue luego gerente
deportivo y murió muy joven, era uno de
los patrocinadores menos reticentes del bueno de Sangría. Lolín, como llamábamos
los vecinos a José Manuel, también era del barrio y le gustaba ayudar a los
suyos. A Sangría lo encontraron muerto una mañana en La Campona, al lado del
viejo campo de Los Fresno. Aquello estaba por entonces sin urbanizar y los
charcos eran como cráteres de miseria. Sangría se ahogó en uno. Posiblemente
calló de bruces rendido por el alcohol y ya no pudo levantarse. A veces pienso
que la afición del Sporting tiene mucho de Sangría, pasea la bandera ebria de
ilusión antes de que empiece el espectáculo y se deja morir a la mínima a la
orilla del desencanto. Se acaba de
elevar a los altares a un jugador de la casa, Nacho, al que uno, de momento, lo
ve como un pelotero aseado y merecedor de continuidad, la que nos dará la justa
medida de su valía. La afición corre la banda portándolo en estandarte como
Sangría portaba su bandera. Si el guaje
termina por no cuajar, tendremos otro juguete roto y un nuevo charco donde
ahogarnos, aunque el PERI del Llano haya asfaltado hace años las viejas calles
de mi barrio y hoy sean casi el centro de la ciudad.
jueves, diciembre 14, 2017
Premio "Maria Elvira Muñiz"
A finales de los setenta, siendo poco más que un crío, pisé por vez primera la vieja sede de Gesto en la calle Dindurra. Militaba entonces en las Juventudes Socialistas y se hacían allí las asambleas locales. Sólo unos años más tarde, en 1982, volví a Gesto convocado entonces por Juan Garay —que ya presidía la Sociedad Cultural—, y junto a algunos otros jóvenes poetas, con los que se intentaba revitalizar, a través de iniciativas menos políticas y más plenamente culturales, la actividad de una institución que, como el resto de las culturales de la época, había servido de trampolín reivindicativo en los funestos tiempos de la dictadura. Desde entonces, van ya treinta y cinco años, Gesto ha sido mi compromiso. Con el Grupo Cálamo, desde donde pusimos en pie el Premio Cálamo de Poesía —que sigue convocándose puntualmente cada año y del que van ya treinta tres ediciones—; con la colección de libros que edita los trabajos galardonados; con la organización de los Encuentros Poéticos que han venido reuniendo en nuestra ciudad, desde hace tres décadas, a una importante nómina de escritores; con la publicación primero de la revista poética Cálamo y luego del boletín de opinión Ágora; con las lecturas y presentaciones de libros; con la difusión, en fin, de esa parte de la literatura en la que estamos fundamentalmente implicados: la poesía. Arrancamos aquella aventura literaria Juan Ignacio González, Alejandro Cuesta, Miguel Ramos Corrada, Margarita Prado, Ana Gago, Andrés Albuerne, Víctor Guerra, Miguel Ángel Bonhome... Se fueron algunos. Se nos fueron otros. Vinieron después Emilio Amor, Mar Braña, Esteban Fernández o Julio Obeso. Gesto ha sido mi otra casa, también mi otra escuela, de formación y de amistad. Sobre todo de amistad. Allí conocí a una de las personas más generosas con la que la vida me ha premiado: Juan Garay. Él fue Gesto durante muchos años y el día que se nos fue bien pensé que con él se iría también Gesto. Hemos logrado sostenerlo creo que, sobre todo, por no traicionar su prolongado y altruista esfuerzo. Echándole más horas y más ánimo si cabe a lo que hacemos. Ayudando en la tarea a Arlé Corte, que tomó el relevo de Juan con enormes ganas y creciente acierto, y manteniendo las señas que han identificado a una sociedad cultural empeñada en dar cabida a todos y fomentar la cultura alternativa, la poesía, el cine, la fotografía y el teatro.
El Premio Elvira Muñiz nos hace felices porque reconoce la labor que en el campo poético hemos venido desarrollando y porque nos liga para siempre a uno de los grandes referentes de la cultura gijonesa, la profesora doña Elvira Muñiz, que siempre alentó entre sus alumnos el aprecio por los libros.
Uno ha tenido durante estos años la suerte paralela de alcanzar algunos premios literarios y de publicar varios libros, pero este modesto galardón otorgado a Gesto, donde tanto he vivido, me ha procurado una de mis mayores satisfacciones. En la vida es importante no rehuir el compromiso de intentar mejorar el mundo que pisamos, de no fallarle a la gente que queremos cuando nos necesita. Mi lealtad a Gesto ha sido parte de mi contribución con ese deber. Dice Joan Margarit, un poeta catalán al que siempre es un placer leer y escuchar, que: “El ser humano vive en un universo cruel y brutal, que gracias a la ciencia y la técnica se defiende de la agresión de ese universo apretando un botón, pero que la intemperie moral nos alcanza a todos tarde o temprano con pérdidas, errores o catástrofes personales (la muerte de un ser querido, sentirse abandonado por tu cónyuge…). Entonces nos preguntamos, ¿qué botón debemos apretar? Es en ese momento cuando advertimos que sólo nos quedan las letras como consuelo. Pero leer a Montaigne una vez que ocurre una desgracia ya es demasiado tarde, hay que tenerlo leído antes. De ahí la importancia de las Humanidades en la educación”. Desde Gesto, modesta pero persistentemente, hemos intentado ofrecer aliento cultural a la gente que nos rodea.
Hace año y medio, y regresando de un viaje por tierras gallegas, nos detuvimos en la playa de Esteiro de Ribadeo. El día era desapacible y en el aparcamiento sólo había una furgoneta de matrícula alemana. Sentada en una piedra del arenal, con los restos de la marea a sus pies —una delgada lengua de espuma y algas—, vimos a una mujer mayor leyendo, ensimismada. La imagen no podía ser más hermosa: en medio de aquel paraje ceñido por nubes de tormenta, pizarras oscuras, ronco rumor oceánico e intensos matices verdes, una viajera solitaria apuraba la tarde con un libro entre las manos. Le tomé una fotografía sin que se apercibiera de ello y escribí días más tarde un poema que describía el momento. Hoy, cuando me siento feliz por ser una pequeña parte de Gesto y honrado porque a Gesto se le haya reconocido su trayectoria en favor del libro y la lectura, quisiera compartir este poema con todos los que han hecho posible este momento.
El Premio Elvira Muñiz nos hace felices porque reconoce la labor que en el campo poético hemos venido desarrollando y porque nos liga para siempre a uno de los grandes referentes de la cultura gijonesa, la profesora doña Elvira Muñiz, que siempre alentó entre sus alumnos el aprecio por los libros.
Uno ha tenido durante estos años la suerte paralela de alcanzar algunos premios literarios y de publicar varios libros, pero este modesto galardón otorgado a Gesto, donde tanto he vivido, me ha procurado una de mis mayores satisfacciones. En la vida es importante no rehuir el compromiso de intentar mejorar el mundo que pisamos, de no fallarle a la gente que queremos cuando nos necesita. Mi lealtad a Gesto ha sido parte de mi contribución con ese deber. Dice Joan Margarit, un poeta catalán al que siempre es un placer leer y escuchar, que: “El ser humano vive en un universo cruel y brutal, que gracias a la ciencia y la técnica se defiende de la agresión de ese universo apretando un botón, pero que la intemperie moral nos alcanza a todos tarde o temprano con pérdidas, errores o catástrofes personales (la muerte de un ser querido, sentirse abandonado por tu cónyuge…). Entonces nos preguntamos, ¿qué botón debemos apretar? Es en ese momento cuando advertimos que sólo nos quedan las letras como consuelo. Pero leer a Montaigne una vez que ocurre una desgracia ya es demasiado tarde, hay que tenerlo leído antes. De ahí la importancia de las Humanidades en la educación”. Desde Gesto, modesta pero persistentemente, hemos intentado ofrecer aliento cultural a la gente que nos rodea.
Hace año y medio, y regresando de un viaje por tierras gallegas, nos detuvimos en la playa de Esteiro de Ribadeo. El día era desapacible y en el aparcamiento sólo había una furgoneta de matrícula alemana. Sentada en una piedra del arenal, con los restos de la marea a sus pies —una delgada lengua de espuma y algas—, vimos a una mujer mayor leyendo, ensimismada. La imagen no podía ser más hermosa: en medio de aquel paraje ceñido por nubes de tormenta, pizarras oscuras, ronco rumor oceánico e intensos matices verdes, una viajera solitaria apuraba la tarde con un libro entre las manos. Le tomé una fotografía sin que se apercibiera de ello y escribí días más tarde un poema que describía el momento. Hoy, cuando me siento feliz por ser una pequeña parte de Gesto y honrado porque a Gesto se le haya reconocido su trayectoria en favor del libro y la lectura, quisiera compartir este poema con todos los que han hecho posible este momento.
Leer
Leer
hasta en la soledad
de
una playa abandonada de mar por unas horas,
frente
al angosto estuario
que
custodian los acantilados de pizarra.
Leer
sin reparar siquiera
que
a los pies hay un pecio de marea
que
enreda algas y nubes.
Leer
con el sosiego suficiente
como
para señalar las palabras maestras
sobre
las que un libro se levanta.
Leer
en un país extranjero,
en
una costa lejana,
en
la orilla de un arenal vacío,
cuando
en la bajamar
parece
igual de virgen
que
un planeta todavía sin vida.
Leer
para levantar luego
la
vista de las páginas leídas
y
ver mucho más de lo que la mirada alcanza.
Leer
cuando la edad enseña
que
el provecho de los años restantes
depende
de pequeñas dichas:
un
alto en el camino,
un
paisaje que lo merece,
un
libro que nos acompaña
y
el olvido de cualquiera otra obligación
que
no sea el instante.
domingo, noviembre 26, 2017
El tránsito y
la herida
Emilio Amor
Ediciones Bajamar, 2017
Existen poemarios que responden a una intención original que se pone poco a poco en pie y a la que le otorga cuerpo el trabajo creativo orientado por esa finalidad que lo convoca y justifica, y hay otros poemarios, en cambio, que se articulan engarzando lo que el aluvión del genio creativo va trayendo sin más plan previo que la necesidad de darle cauce a lo que afluye. En este segundo apartado, sin lugar a dudas, se sitúa El tránsito y la herida. Un libro inspirado más que planeado; urgido por el talento imaginativo de un escritor para quien la vida tendría un horizonte demasiado estrecho sin las alas del arte. Por eso Emilio Amor recurre tanto a la pintura como a la literatura para sobreponerse al suelo rasante. Y a fe que lo consigue.
Para uno, que cultiva eso que bien puede denominarse poesía povera, tejida en y de cotidianidad, asomarse a un libro de Emilio Amor es siempre como celebrar un festivo en medio de la semana laboral o darse un capricho olvidando austeridades o dietas. A uno, que viene de la poesía inteligible (connotativa, claro, pero no desbocadamente connotativa), asomarse a un libro de Emilio Amor le exige renunciar al protocolo y reflexión racionalista y abondonarse al trance apoyando displicentemente los pies sobre la mesa por el tiempo exacto de la lectura (y hasta de la relectura). Porque esta escritura nace una querencia indisimulada hacia aquella vanguardia de principios del XX que puso en cuestión los límites del racionalismo y el sentido de su progreso (un paradójico progreso cuyos avances científicos y tecnológicos acarrearon el inesperado envés de una guerra mundial). En tal contexto de decepción aparecieron múltiples movimiento o "ismos", que estaban movidos por un objetivo común: la ruptura con las formas expresivas imperantes hasta entones (sentimentalismos vacíos, sensualidades ornamentales modernistas o hueras sonoridades métricas). La poesía buscaba una nueva dignidad.
Este y los anteriores libros de Emilio Amor beben de esas fuentes, practicando un evidente tributo a aquel imaginismo que confiaba en la imagen como medio de una expresión poética liberada de ataduras formales. Este y los anteriores libros de Emilio Amor evidencian una notable influencia surrealista en el flujo brillante de palabras y escenarios que tienen quizás un impulso consciente, pero cuya ligazón final viene auspiciada por un inconsciente poético que revela asentadas capas de muy concretas lecturas y visionados obsesivos de muy concretas imágenes pictóricas. De estas vetas se nutre, uno piensa, la creación de Emilio Amor.
No se está, entonces, ante una poesía que admita interpretaciones orientadas, puesto que más que ante un proceso comunicativo, nos hallamos ante un intento de comunión sensorial: se transporta al lector a un mundo literario, sonoro y visual, en el que se alienta a una percepción, más que del significado, de la belleza a que aspira toda obra literaria que no busca respuestas ni consuelo, ni es denuncia o diálogo reflexivo, sino, fundamentalmente, objeto artístico creado sobre las múltiples evocaciones que la palabra, por sí misma, es capaz de provocar.
Pues bien, llegados a este punto, quizás convenga preguntarse qué lector requiere la poesía de El
tránsito y la herida. Supongo que alguien no muy diferente al público propicio para el lucimiento de los hipnotizadores. Alguien con fe en que un reloj de bolsillo,
oscilando como un péndulo en el aire, le confisque la voluntad. No vetan estos versos la curiosidad de ninguna
mirada. Es más, incluso aquellos que puedan declararse desconfiados ante el decir suntuoso, aquellos que son más partidarios de la austeridad y de las
interpretaciones unívocas, pueden también sentirse seducidos por la manera de escribir de este poeta empeñado, sobre cualquier otro propósito, en ser brillante. Así que basta con que
atendamos fijamente al ritmo de estos versos igual que se atiende al ritmo de un oleaje de mar o de mieses, igual que se fija la mirada en las llamas de un fuego, como nos ensimismamos ante el reloj de un hipnotizador. A los reticentes los ganará pronto la causa. Los demás, lectores de Samuel Stawton y
ornitólogos de pájaros extintos, somos ya causa.
Dije una vez, en la introducción a una lectura
de Emilio Amor, que hay hombres que nacen antes de tiempo y tratan, como
pueden, de aproximarse al futuro que les estaba señalado. Julio Verne fue uno
de ellos y viajó en sus libros a la edad que, de verdad, le pertenecía. Y hay
otros que llegan a la vida mucho después de lo que hubiesen deseado. Por eso
estos últimos regresan a menudo sobre un rastro imaginario al mundo que
perdieron, pero al que no renuncian. Aquel Emilio Amor idealizado que fue
Samuel Stauwton habría conducido, con una mano en el volante y la otra aferrada a una petaca de plata con bourbon, el automóvil en que un foulard con maneras de serpiente estranguló a Isadora Duncan poco antes de que la diva
gritara “Adieu, mes amis. Je vais à la gloire “. Y de
una “gloire d´époque”, de una vanguardia de principios del XX, aquella
que puso en cuestión los límites del racionalismo y el sentido de su progreso,
de unos "ismos” que pretendían la ruptura con las viejas formas
expresivas, de aquella búsqueda de nueva dignidad para el arte, viene esta
poesía que confía sobre todo en la imagen como medio de una expresión poética
liberada de ataduras formales y que se inspira en un surrealismo liberador que
alumbró entonces una expresión reveladoramente enriquecida del mundo
interior de los creadores. Un tiempo entreverado de
decadentismo, de románticos y malditos, de dadaístas y mujeres fatales, de
pintores que se exiliaban en islas y boxeadores que escribían versos, de poetas
que traficaban con armas.
¡No pongas velas a los significados! y ¡No tengas miedo de los
significados!, son dos versos separados en el libro por muchos poemas, pero
constituyen una sola advertencia: debe repudiarse la religión de los prudentes.
El lector de El tránsito y la herida ha de aliarse, como el
propio autor, con la arbitrariedad significativa de lo que fue surgiendo sin
plan previo, de lo que se escribió por intuición y con oficio. Pero donde, aun
así, hay recurrencias a las que debe aludirse por poner en guardia sobre ellas
al lector y porque dan noticia de que también en los poetas más libres, en los
más predispuestos a ponerle voz a las urgencias del inconsciente, también
en ellos los asuntos universales de la literatura, del arte, son siempre los
mismos: el amor, el tiempo y la muerte. Quizás en este nuevo libro de Emilio
Amor estén mucho más presentes los dos últimos de los asuntos aludidos, que se
manifiestan ya desde el primer poema: “La vida transcurre / en primera
persona del singular. / De los meandros amarillos / hasta la esclusa blanca”.
Y que se expresan tan hermosa como sobrecogedoramente mucho más avanzada la
lectura en los versos: “Yo quise en mis plegarias postergar esa noche / en
que la muerte llega de puntillas / a revolver en los cajones de mi alma”.
Pero que son asuntos, en todo caso, ante los que se rearma afortunadamente la
esperanza en el final justo de la obra: “la vida se cuela intensamente
/ entre los poros de la piel y entre las venas”.
Hay, además, una circunstancia ambiental a
destacar que revela su protagonismo no sólo en este libro, sino en muchos de
los poemas que conocemos de Emilio Amor: el mar como escenario, que no sólo se
ofrece de telón de fondo, sino que aporta todo un atrezzo de caracolas, peces,
sirenas, garfios, pantalanes, gaviotas, barcos, malecones, ballenas, velas,
naufragios, playas o nombres propios como Sargazos o Adriático. Una mar que es
sobre todo compañía, espacio en el que se leen los posos de la vida y sobre el
que, además, y como en una enorme laguna Estigia, se navega hacia el más allá:
“Un día me iré desnudo / sobre el caballo blanco de los mares / a buscar el
Dorado. / Navegaré en las córneas de mi hijos, / como el bárbaro que irrumpe a
sangre y fuego / en los enigmas de la cristiandad. /Habrá viento en las velas
hacia ese sur ingrato / y no habrá quien espere mi anunciada llegada, / salvo
esa bella dama que nunca me olvidó”. Esa mar deja ver a veces, en medio de la niebla, el apunte de un barco vikingo, un esbozo que recuerda el reverso mismo de la tumba de Borges, en la que sobre una piedra tosca se dibuja, igual que en la portada del libro de Emilio, la eterna pero digna derrota de la nave sobre la que navegan las vidas valientes.
Soy, como queda dicho, parte de la causa:
lector entregado. Les invito por ello a que Vds. también lo sean y tomen
partido a favor de esta lectura luminosa, donde la tristeza se convierte en el
hilo dorado que engarza las bellísimas e inspiradas imágenes de este poemario cuya interpretación última no creo que pueda ser otra que la defensa de la sola fe profesada por Emilio Amor: la poesía. Y así lo dice en uno de sus poemas: “la función del poema fue mi fiel evangelio”.
viernes, noviembre 24, 2017
Cantata de los días tasados
Al margen va el fallo. Y los motivos que, según parece, lo animaron. Agradecido quedo. La publicación, será, supongo, una edición no venal en la que se recogerá este breve poemario que he titulado Cantata de los días tasados. Entretanto llega, se adelanta más abajo algo de su contenido:
Recitado
Así engarzo las cuentas de mi vida, los días y los
afanes, el pesar y la dicha, el remordimiento y sus cauterios. Así engarzo mis
días, con el ahogo propio de quien sabe que el aire concedido no alcanza para
llenar eternamente la sed de los pulmones.
Días
contados
Empiezas
a tener
la
exacta edad de las renuncias.
Volverías
por ello quizás
a
correr sólo por nada,
por
el solo placer de los cansancios;
volverías
a dormir a ras de tierra,
sin
frío siquiera ni todavía costumbre;
volverías
a beber hasta estar ebrio,
y
a comer hasta el hartazgo,
y
a amar hasta rendirte exhausto
al
indicio fugaz de que el placer,
todos
los placeres, también la vida,
tienen
siempre sus días contados.
jueves, octubre 19, 2017
Chano
Suelo tomarme el café de media mañana en el Gregorio. Cuando anda tras la barra Chano y alguien le menta la pesca, puedes tirarte un buen rato esperando por la consumición. Se le va el santo al cielo. Ayer conversaba telefónicamente acerca de un libro de fotografías aéreas de la costa gallega. Si Chano habla por teléfono, es fácil enterarse de lo que dice: eleva el tono de voz tanto como si quisiera asegurarse de que la distancia con su interlocutor debe salvarla a medias con la compañía telefónica. “Son unes fotos precioses -gritaba entusiasmado-. Ves toda la costa y cada una de les playes con una nitidez acojonante. Paez que están saltando les chopes nel agua.”. Chano habla de chopes y de furagañes como de sirenas. Va haber que atarlo a la cafetera como a Ulises al mástil; en cuanto oye la marea pierde el sentido y desatiende el negocio.
Sigo tomando a media mañana el café en El Gregorio. Es jueves y le tocaba abrir a Chano, pero me temo que hoy no va a llegar a tiempo.
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