Los peces de la amargura arranca con un relato espléndido titulado como el propio libro (se puede leer pinchando aquí). Es quizás el mejor de todos los que integran esta obra de Fernando Aramburu, quien hace en la misma un alarde de pericia narrativa al recurrir en cada uno de los cuentos a técnicas estilísticas diferentes.
Sobre el libro, Ricardo Senabre decía en EL CULTURAL: “Durante años, el terrorismo ha sido la principal preocupación de la sociedad española, según numerosísimas encuestas. Pero no existe en la literatura narrativa una producción que corresponda a la importancia social del asunto. Hay muy pocas obras centradas en este motivo, y a menudo discretamente elusivas. Conviene, pues, resaltar el carácter insólito de esta decena de relatos que el escritor donostiarra Fernando Aramburu dedica a los efectos devastadores del terrorismo de ETA en el País Vasco.”
Y el propio autor explicaba así cómo surgió la idea de escribirlo: “Entendí que había llegado la hora de dar forma escrita a mi dolor personal, a mi compasión por las víctimas a la repugnancia sin paliativos que me produce la violencia”.
Después de tantos años de terrorismo, no deja de sorprender que un libro que, a través de una decena de narraciones breves, habla del dolor causado por ETA, sea novedoso. No sería ésta quizás una razón suficiente para acercarse a su lectura –la literatura no se hace con buenos propósitos-; si merece la pena que se lea la obra de Aramburu es porque además está bien escrita.
Sobre el libro, Ricardo Senabre decía en EL CULTURAL: “Durante años, el terrorismo ha sido la principal preocupación de la sociedad española, según numerosísimas encuestas. Pero no existe en la literatura narrativa una producción que corresponda a la importancia social del asunto. Hay muy pocas obras centradas en este motivo, y a menudo discretamente elusivas. Conviene, pues, resaltar el carácter insólito de esta decena de relatos que el escritor donostiarra Fernando Aramburu dedica a los efectos devastadores del terrorismo de ETA en el País Vasco.”
Y el propio autor explicaba así cómo surgió la idea de escribirlo: “Entendí que había llegado la hora de dar forma escrita a mi dolor personal, a mi compasión por las víctimas a la repugnancia sin paliativos que me produce la violencia”.
Después de tantos años de terrorismo, no deja de sorprender que un libro que, a través de una decena de narraciones breves, habla del dolor causado por ETA, sea novedoso. No sería ésta quizás una razón suficiente para acercarse a su lectura –la literatura no se hace con buenos propósitos-; si merece la pena que se lea la obra de Aramburu es porque además está bien escrita.
5 comentarios:
Un libro para leer, sin duda.
La lectura de Los peces de la amargura me hizo recordar la alusión de Rafael Chirbes, en El novelista perplejo, a un texto en el que Proust señala que el artista original procede del modo como lo hacen los oculistas, que, al concluir el no siempre agradable tratamiento, le dicen al paciente: “ahora mire”, y el paciente ve repentinamente con claridad.
Yo veo algo mejor tras salir de la consulta del doctor Aramburu.
Un saludo.
Francisco, su lectura es doblemente necesaria.
J., su comentario resume mucho más acertadamente que mi entrada el enorme valor de este libro: trata literariamente situaciones reales pero difícilmente imaginables en sociedades democráticas.
Un fuerte abrazo para ambos.
(J., creo que desde su apostilla a la entrada referida al Café Gregorio -si era Vd.-, no había vuelto por aquí. Se le extrañaba.)
Una buena recomendación. Es muy cierto lo que dices: el terrorismo está poco tratado literariamente. Quizá porque no podemos verlo con distancia.
Un saludo.
No sé, Miguel, si se debe a falta de distancia. Estoy con Ricardo Senabre cuando decía:
Aquel postulado con que Galdós encabezó su ingreso en la Real Academia Española, el de “la sociedad como materia novelable”, parece haberse esfumado del horizonte de nuestros narradores. No se trata de reclamar para la novela los menesteres informativos del periodismo, ni de defender los supuestos ya periclitados de un “realismo” de otras épocas. No se trata de “copiar” la realidad –y no lo hicieron Cervantes, Stendhal, Thomas Mann, Dostoyevski, Steinbeck o Pratolini, entre muchos–, sino de transformarla artísticamente y de no escamotearla como marco de las acciones, que, inevitablemente, se sitúan en un lugar y un tiempo determinados.
Particularmente, creo que si casi no ha aparecido el terrorismo etarra como materia literaria en la novela contemporánea española no es sino por miedo. Miedo no sólo a situarse en la diana, sino miedo a ser considerado sospechoso de no estar ubicado donde se supone que se debe, que para un escritor en España es siempre al lado de ese progresismo poco crítico con los nacionalismos, las guerrillas sudamericanas, la violencia abertzale, las dictaduras revolucionarias bananeras o el integrismo islámico.
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