El sábado al mediodía, estaba leyendo en el salón. Me faltaban apenas una docena de páginas para finalizar la última novela de Cormac McCarthy, No es país para viejos, cuando C. me preguntó si me estaba gustando. Unas páginas más que otras, le dije, por responder sin dar pausa a la lectura, pero también porque era eso lo que me estaba pareciendo. Algunos libros resultan así. Te enganchan por momentos como cepos y al rato dejan que te vayas lejos. De este relato me engancharon, sobre todo, las reflexiones introspectivas del sheriff Bell y los diálogos, siempre sobrios, intensos y bien trabados. Me incomodó, por contra, el vértigo de sangre de algunas de sus páginas.
El destino, siempre casual y casi nunca clemente, marca el arranque de la novela, su historia. En un lugar recóndito de la frontera entre México y Texas, Llewelyn Moss, veterano de Vietnam, descubre casualmente un montón de cadáveres. Son el resultado de una batalla entre narcos de la que nadie parece haber salido indemne. Entre los muertos, encuentra abandonada la droga y un montón de dinero. Moss se lleva un maletín con dos millones de dólares. Comienza entonces su huida y la implacable persecución a la que se le somete. Él mismo lo resume así al final del libro: “Hace tres semanas era un ciudadano respetuoso con la ley. Tenía un empleo de nueve a cinco, o de ocho a cuatro, da igual, Las cosas pasan porque pasan. No te preguntan primero. No te piden permiso.”
Todo gira a partir desde ese instante en torno a tres personajes principales, un triángulo de caracteres definidos, precisos. El propio Moss, un hombre gris y aparentemente bueno, al que le pierde un momento de avaricia. Se le intuye desde las primeras páginas que lleva marcado a fuego el estigma de la derrota digna, la voluntad inútil del antihéroe. El despiadado asesino Anton Chigurgh, encarnación del mal, satanás humano que extermina todo atisbo de vida que sale a su paso. Nadie recuerda su rostro, nunca se vive lo suficiente para alcanzar esa memoria. Y el sheriff Bell, un viejo servidor de la ley a punto de jubilarse, en cuyos monólogos, auténtica columna vertebral del libro, se va desplegando con tonalidades rojizas de western antiguo, la elegía de un mundo agonizante, distinto y mejor, que algún día habitó en el Oeste. “Cuando digo que el mundo se está yendo al infierno la gente simplemente me sonríe y me dice que me estoy haciendo viejo. Todo se origina cuando se empiezan a descuidar las buenas maneras. En cuanto dejas de oír Señor y Señora el fin está a la vuelta de la esquina. Gobernar a los buenos cuesta muy poco. Poquísimo. Y a los malos no hay modo de gobernarlos”.
Cuando terminé la lectura de No es país para viejos, reposé la cabeza en el sillón y cerré los ojos. Me latían aún en las sienes, como las notas simples y persistentes de un arpa de boca, las palabras de Bell. Ya dije antes que te atrapan. Son frases cortas. Reflexiones rudimentarias pero sólidas. Suenan a verdad. Contagian. Y por un instante, son capaces hasta de pautarte el pensamiento. Un poco al estilo de Carver. O de algunos de los mejores diálogos de París, Texas. A mi al menos me lo pareció.
El destino, siempre casual y casi nunca clemente, marca el arranque de la novela, su historia. En un lugar recóndito de la frontera entre México y Texas, Llewelyn Moss, veterano de Vietnam, descubre casualmente un montón de cadáveres. Son el resultado de una batalla entre narcos de la que nadie parece haber salido indemne. Entre los muertos, encuentra abandonada la droga y un montón de dinero. Moss se lleva un maletín con dos millones de dólares. Comienza entonces su huida y la implacable persecución a la que se le somete. Él mismo lo resume así al final del libro: “Hace tres semanas era un ciudadano respetuoso con la ley. Tenía un empleo de nueve a cinco, o de ocho a cuatro, da igual, Las cosas pasan porque pasan. No te preguntan primero. No te piden permiso.”
Todo gira a partir desde ese instante en torno a tres personajes principales, un triángulo de caracteres definidos, precisos. El propio Moss, un hombre gris y aparentemente bueno, al que le pierde un momento de avaricia. Se le intuye desde las primeras páginas que lleva marcado a fuego el estigma de la derrota digna, la voluntad inútil del antihéroe. El despiadado asesino Anton Chigurgh, encarnación del mal, satanás humano que extermina todo atisbo de vida que sale a su paso. Nadie recuerda su rostro, nunca se vive lo suficiente para alcanzar esa memoria. Y el sheriff Bell, un viejo servidor de la ley a punto de jubilarse, en cuyos monólogos, auténtica columna vertebral del libro, se va desplegando con tonalidades rojizas de western antiguo, la elegía de un mundo agonizante, distinto y mejor, que algún día habitó en el Oeste. “Cuando digo que el mundo se está yendo al infierno la gente simplemente me sonríe y me dice que me estoy haciendo viejo. Todo se origina cuando se empiezan a descuidar las buenas maneras. En cuanto dejas de oír Señor y Señora el fin está a la vuelta de la esquina. Gobernar a los buenos cuesta muy poco. Poquísimo. Y a los malos no hay modo de gobernarlos”.
Cuando terminé la lectura de No es país para viejos, reposé la cabeza en el sillón y cerré los ojos. Me latían aún en las sienes, como las notas simples y persistentes de un arpa de boca, las palabras de Bell. Ya dije antes que te atrapan. Son frases cortas. Reflexiones rudimentarias pero sólidas. Suenan a verdad. Contagian. Y por un instante, son capaces hasta de pautarte el pensamiento. Un poco al estilo de Carver. O de algunos de los mejores diálogos de París, Texas. A mi al menos me lo pareció.
10 comentarios:
Es la segunda vez que oigo comentar este libro que, no sé por qué, no me he atrevido a leer todavía. Después de tus líneas, estoy más cerca de hacerlo.
Tengo, de todos modos, una curiosidad, creo que comprensible: ¿está bien traducido? Las versiones de su trilogía de la frontera eran bastante ortopédicas. Un problema común a los autores norteamericanos, todo hay que decirlo. Y ya quise haberte preguntado el otro día por la traducción de Humo, que yo tengo en un librito de Alianza Editorial de hace muchos años. ¿Qué te pareció? Faulkner ha sido uno de los grandes perjudicados en las traducciones. Es difícil, no me cabe duda. Pero en eso consiste el reto.
Un abrazo cordial.
Sinceramente, no sé qué decirte. Ambos me parecieron que lo estaban, pero... Supongo que si así lo creo es porque en su lectura nada me chirrió especialmente. Además, en el de McCarhy, el trabajo de traducción -debido a su estilo voluntariamente más rudimentario- parece mucho más sencillo que en el de Faulkner.
De cualquier forma, y al hilo de tu comentario, quisiera recomendarte el artículo de Marías ayer en EPS. Trataba precisamente de la escasa importancia que las editoriales españolas le dan a los traductores.
Un abrazo.
Muy buen comentario. La compré y tengo la lectura pendiente. Gracias a ti, también algunas claves más. Un saludo.
Gracias por tu respuesta. A Marías ya lo leí ayer y es de agradecer que se preocupe, porque el mundo de la traducción, salvo cuando se tiene nombre, es de vergüenza.
Pero en esta ocasión sólo preguntaba con interés de lector, aunque no sé si es posible separar el uno del otro. Deformación profesional, supongo, que a veces no te deja disfrutar.
Saludos
Francisco, espero que te guste.
Gracias por la visita.
Lo anotaré en mi lista (de momento larguísima) de libros pendientes para comprar y leer.
Como siempre querido diario, tu narración, bellísima.
Deseo para ti un bello inicio de semana.
(Sobre las traducciones, recuerdo haber leído de Szymbosrka en alguna entrevista -una de mis poetizas más queridas, por cierto- que lejos, ya en el extranjero, su trabajo quedaba en manos del traductor).
¿EPS? me gustaría leer el articulo. ¿Me dices qué es EPS? (lo anterior con cierta vergüenza, a riesgo de parecer muy boba).
=)(sonrisa con ojos abiertos, y no muy abiertos ... es lunes y el sueño apremia, causa estragos en los párpados)
entonces debiera ser así... tal vez:
:)
algo así... OK… no más.
El artículo de Javier Marías, publicado en El País Semanal (la gilipollez de llamarlo EPS es del propio periódico y mía también por repetirlo)lo puedes leer en esta direccion:
http://www.elpais.com/articulo/portada/comino/lengua/elpepusoceps/20070128elpepspor_13/Tes
Comparto contigo el gusto por la poesía de Wislowa Szymborska.
Te deseo, igualmente, buena semana, querida Roxana.
Perdón Rox, me quedé corto:
http://www.elpais.com/articulo/
portada/comino/lengua/
elpepusoceps/20070128elpepspor_13
/Tes
ufff... Chispas, como que queda un regusto amargo luego de leer el artículo (te agradezco el link).
He adquirido (recientemente) un par de libros cuyas traducciones desmerecen el trabajo del escritor, también -hay que ser justos-, están las excelentes traducciones.
Además, y por si lo anterior no fuese un gran problema, aquí Rayuela... conseguir un libro se hace misión casi imposible.
Me he visto de librería en librería tratando de adquirir títulos que sólo he podido encontrar tiempo después por Internet. En esas condiciones, ya el haber obtenido el título (sin hacer mucho caso de por quién está traducido y cómo está traducido, la editorial, etc.) es un logro.
Triste.
Y de los precios ya ni hablamos...
Por eso en México el hábito de la lectura es cuestión de privilegiados, de esferas muy reducidas, porque las bibliotecas (muchas de ellas) son nefastas.
=(
Hace frío aquí... voy a tomar un té o algo... brrrrr.
Bello día. Cariños.
Rox
* ¿gilipollez?
suena chistoso...
=)
me imagino lo que significa, aquí no lo acostumbramos.
Voy a adoptar el término. (También adopté el : ¡enjuagaduras! de Rimbaud)
=)
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