Siempre tuve la absurda sensación de que aquellas gafas negras no eran en realidad sino espejos vueltos. El azogue hacia fuera y los ojos reflejados en la intimidad de una montura angosta. Si estuviera en lo cierto, me decía la razón, no podría él dar dos pasos sin tropezar. Sería como un ciego. Quizás. Y sin embargo, cuando lo seguí hasta su cuarto y escondido aguardé a que posara sus oscuras lentes sobre la mesita de noche, hube de reconocer que estaba equivocado. El reflejo de los espejos no era la mirada perdida de un hombre sin visión, sino el reverso brillante de dos monedas de plata. Las que le habían sellado los párpados al morir.
4 comentarios:
No es por molestar...
Me gustaría hacerle un pequeño obsequio literario de Tomás Segovia, es para contrarestar en la medida de lo posible sus monedas de plata.
El día,
está tan bello
que no puede mentir:
comemos de su luz nuestro pan de verdad.
Saludos
buf, qué final! me encantan los cuentos brevísimos. pero sólo si son buenos como éste!
Qué bueno. Un auténtico disparo.
Saludos.
Muchas gracias a los tres.
Un abrazo.
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