El cielo del domingo amaneció con un vago aspecto de hastío. Subimos a San Isidro temprano. La nieve parecía gris a esa hora. Los críos cogieron sus tablas y se fueron ladera arriba. Salíó casi al mismo tiempo el sol y aquella primera luz tan franca se llevó las natas del aire. Busqué un rincón abrigado y solitario. Lo encontré cerca de las orugas de la estación. Aparcadas en medio de la nada, sobre el blanco ya refulgente de la nieve, parecían los artilugios futuristas de una película ambientada en un planeta virgen. Tomé asiento en el pretil de un puente de madera. Antes de extraer de la mochila la lectura que había llevado conmigo para entretener la mañana, le eché una ojeada detenida al paisaje. Por las pistas zigzagueaban los esquiadores dejando una estela parecida a la de los bolígrafos fríos que no escriben y a los que nos empeñamos en sacarles de nuevo un trazo de tinta sobre un papel usado. Al otro lado se levantaba el Pico Torres. Recordé que años atrás llegué hasta su cima. Me animó a realizar la ascensión un buen amigo al que siempre le ha gustado la montaña. Se acompañaba por entonces en sus excursiones por un tipo ya veterano que vino también aquel día con nosotros. Un fibroso camionero que trepaba como un gato y al que le gustaba presumir de putero. Sentía predilección por las brasileñas. No sé si tuvo algo que ver la charla tabernaria, pero lo cierto es que mis guías se despistaron de tal modo que terminamos funambuleando sobre una crestería tan colgada de la nada que a mi me paralizó el miedo. Durante un buen rato me sentí incapaz de seguir hacia delante, de volver sobre mis pasos —opción ésta que hubiera sido descabellada según aseguraban mis acompañantes— o de mirar tan siquiera hacia abajo, hacia el vacío que se precipitaba sobre la minúscula salpicadura de algunas cabañas que, desde allí arriba, parecían enfocadas por el extremo opuesto de un catalejo. Mientras convivía con el pavor sólo pensaba en que mi hijo, que por aquel tiempo tenía apenas unos meses, se iba a quedar irremediablemente huérfano. L. me animó afrontar los últimos escollos. Alguno de ellos, según me desvelaron más tarde, era eso que en la jerga llaman pasos aéreos de no se qué puñetero grado. Ciertamente lo eran: jodidamente aéreos y sin red. Tragué saliva y continué mientras oía el pulso del corazón a la altura de las sienes. En la cima me venció un cansancio infinito, un apetito voraz. Daba el sol y los valles lucían un verdor primaveral. Al camionero le dio por reírse de mis miedos mientras comía en calzoncillos. Me pareció todo repentinamente irreal. El domingo estaba, en cambio, el Torres envuelto en nieve y parecía tan inaccesible como un remoto ochomil del Himalaya. Abrí finalmente, por la primera página, el libro que me había llevado. Comenzaba así: “Mi padre se escapó de casa un día de sol radiante”. Ayer miércoles concluí su lectura. Me dejó tan a gusto como las buenas películas de final feliz. Todo eso que tanto nos gusta, de Pedro Zarraluki, quizás tenga un inicio titubeante, o quizás fuera sólo que tardé algunas páginas en sintonizarme con lo que en la historia se narra, pero, una vez que los personajes toman cuerpo y se perfilan precisos sobre el escenario donde todo transcurre, no sólo la lectura se vuelve definitivamente fluida, sino gozosa e irrenunciable. Las peripecias de los protagonistas transcurren en un pequeño pueblo ampurdanés. Allí se redimen unas cuantas vidas a punto de truncarse para siempre. La de Tomás, un viejo arquitecto que huye de Barcelona camino del palacio de Potala en el Tibet y que encuentra en un alto del camino lo que tan lejos buscaba. La de su hijo, Ricardo, narrador del relato, un abogado recién separado, de vida desnortada y que arrastra consigo una larga ristra de remordimientos. La de su madre, Cristina, una altiva, inteligente y exquisita burguesa, que lleva con una envidiable distinción la propia supervivencia. La de una millonaria mecenas italiana, Barbara Baldosa, que trata de darle sentido a su fortuna protegiendo a jóvenes artistas, y que inesperadamente alcanza la armonía que buscaba en la compañía de un médico retirado, Ramiro, con quien compartirá una mansión algo irreal atendida por un mayordomo y una cocinera napolitanos. Una antigua profesora de literatura, Paquita, que tras quedarse ciega se dedica al cultivo de las rosas y cuyo dedicado esposo —Marcelo, un constructor que antes fuera camarero en Madrid— no escatima tiempo en leerle las más recomendables novelas. Una joven taxista, María, a punto de casarse. Una desamparada prostituta de carretera, Daryna. Una vieja anarquista, Lola, que regenta con proverbial mal humor una fonda de mala muerte donde finalmente confluyen todas las historias de esta espléndida novela, en la que progresivamente se va aireando el interior turbio de los personajes principales, ese poso que mucho tiene que ver con la trágica historia de David, el hermano del protagonisa, oscuro fondo de armario que se revela poco a poco y que está en la clave de esa huida hacia un lugar donde aún es posible reconciliarse con la vida y disfrutar de sus pequeños placeres: “María había querido decirme que el paraíso no existe. Si acaso es una intermitencia, una ráfaga de viento que nos sacude a veces, una posibilidad inalcanzable como el palacio de Potala, unos tiroleses bebiendo cerveza en un cuadro aborrecible. Lo demás es tesón y coraje, un poco de engaño y mucha resignación, aprender a disfrutar a ratos mientras se resiste, mientras se empieza a oler a cosas viejas, a salitre, a butacones de cuero y grasa recalentada, aprender a empaparse bien con agua de lavanda para disimular ese olor y acostumbrarse a convivir con los recuerdos, con todo lo que no se hizo o se hizo mal, con todo lo que se es incapaz de entender o de aceptar. Disfrutar, pese a todo, del instante. Eso es lo más parecido que tenemos al paraíso”. El domingo en San Isidro el paraíso era un recuerdo de miedo y placer, una cima nevada donde una vez yo también busqué el palacio de Potala.
6 comentarios:
Es un placer leer.
Menos prozac y más Diarios, sería un buen lema.
"Disfrutar, pese a todo, del instante. Eso es lo más parecido que tenemos al paraíso". Yo, gruñón imposible de satisfacer, convertiría esta buena frase en: "Disfrutar a veces del instante, ése es nuestro paraíso". Más allá, amigo, da gusto leerte muy despacio.
Hay instantes que justifican una vida.
Pasmada.
Diarios gracias por seguir compartiendo.
Gracias a los tres.
Un fuerte abrazo.
Diarios, ¡el destino nos tiene jugueteando a usted y a mí! Un día después de esta entrada llegué yo a San Isidro. Por primera vez, por cierto :) Un abrazo.
PD: Parece, por lo menos, que se acerca la hora de que usted y yo nos saludemos.
Cualquier día sucederá que finalmente tengamos la oportunidad de conocernos personalmente. Y será, sin duda, una alegría.
Un abrazo.
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