Hay un párrafo en El corrector que quizás nos ponga en la clave de sobre qué se fraguó la trilogía literaria completada por esta última novela de Ricardo Menéndez Salmón:
Nada nos hace tan sabios como el dolor. Hay una lucidez en la experiencia del dolor que no se puede conquistar de otra manera que sufriendo. De hecho, si no olvidáramos nuestra experiencia del dolor, creo que seríamos eternamente sabios, y que ya nada nos heriría; por desgracia, incluso la sabiduría del dolor se olvida, y de nuevo recaemos en nuestras viejas costumbres imperfectas.
En La ofensa (2007) se reflexionaba acerca de la guerra, un espacio terrible donde queda abolida toda moralidad. En Derrumbe (2008), el terror tomaba la imaginaria Promenadia y se constituía como una metáfora del miedo contemporáneo a la amenaza externa. Y en El corrector se relata un atentado terrorista real, el perpetrado en Madrid el 11 de marzo de 2004, en un intento de reflexión, entre otros, sobre la mentira y la manipulación políticas. Como Ricardo Menéndez Salmón ha dicho en alguna ocasión:
En realidad, yo siempre he escrito el mismo libro, uno que, bajo el aspecto del relato o la estructura de la novela, gira alrededor de unas pocas preguntas fundamentales: ¿por qué existen el dolor y el mal en el mundo?, ¿posee la belleza una capacidad redentora?, ¿cómo podemos sobrevivir al sinsentido de la existencia?
Y aún siendo, como queda apuntado, este corpus literario una obra en permanente construcción y cimentada sobre similares obsesiones, los diferentes escenarios adoptados en cada una de las tres piezas —historia, ficción y realidad— convierten no sólo en diferentes las perspectivas narrativas, sino que las vuelven sabiamente complementarias.
Si en el sentido último de lo escrito se desvela, como una marca de agua indeleble, esa puesta en cuestión permanente de las imperfecciones de la vida, en el estilo se reiteran también determinados rasgos que lo singularizan: los esporádicos pero precisos diálogos, el bullicio reflexivo de los personajes, el fragmentarismo y la elipsis. De todo ello se obtiene una impresión de artefacto pulido, al que se le han rebajado las barbas, los perfiles, las señas unívocas. De prosa potente, trabada y que sugiere.
En esta trilogía, en que cada pieza no debería compararse con las otras, sino ponerse en relación, el dolor que arrastra la guerra, la sospecha o la violencia alienta la obsesión de una literatura incómoda, la que aun no renunciando al consuelo nos enfrenta a los más insoslayables interrogantes.
Nada nos hace tan sabios como el dolor. Hay una lucidez en la experiencia del dolor que no se puede conquistar de otra manera que sufriendo. De hecho, si no olvidáramos nuestra experiencia del dolor, creo que seríamos eternamente sabios, y que ya nada nos heriría; por desgracia, incluso la sabiduría del dolor se olvida, y de nuevo recaemos en nuestras viejas costumbres imperfectas.
En La ofensa (2007) se reflexionaba acerca de la guerra, un espacio terrible donde queda abolida toda moralidad. En Derrumbe (2008), el terror tomaba la imaginaria Promenadia y se constituía como una metáfora del miedo contemporáneo a la amenaza externa. Y en El corrector se relata un atentado terrorista real, el perpetrado en Madrid el 11 de marzo de 2004, en un intento de reflexión, entre otros, sobre la mentira y la manipulación políticas. Como Ricardo Menéndez Salmón ha dicho en alguna ocasión:
En realidad, yo siempre he escrito el mismo libro, uno que, bajo el aspecto del relato o la estructura de la novela, gira alrededor de unas pocas preguntas fundamentales: ¿por qué existen el dolor y el mal en el mundo?, ¿posee la belleza una capacidad redentora?, ¿cómo podemos sobrevivir al sinsentido de la existencia?
Y aún siendo, como queda apuntado, este corpus literario una obra en permanente construcción y cimentada sobre similares obsesiones, los diferentes escenarios adoptados en cada una de las tres piezas —historia, ficción y realidad— convierten no sólo en diferentes las perspectivas narrativas, sino que las vuelven sabiamente complementarias.
Si en el sentido último de lo escrito se desvela, como una marca de agua indeleble, esa puesta en cuestión permanente de las imperfecciones de la vida, en el estilo se reiteran también determinados rasgos que lo singularizan: los esporádicos pero precisos diálogos, el bullicio reflexivo de los personajes, el fragmentarismo y la elipsis. De todo ello se obtiene una impresión de artefacto pulido, al que se le han rebajado las barbas, los perfiles, las señas unívocas. De prosa potente, trabada y que sugiere.
En esta trilogía, en que cada pieza no debería compararse con las otras, sino ponerse en relación, el dolor que arrastra la guerra, la sospecha o la violencia alienta la obsesión de una literatura incómoda, la que aun no renunciando al consuelo nos enfrenta a los más insoslayables interrogantes.
4 comentarios:
¿Cömo podemos sobrevivir al sinsentido de la existencia?
Desde mi punto de vista, son preguntas insulsas desde un mundo cómodo.
Saludos
La literatura de Salmón, sus preguntas, no dejan nunca indiferentes.
Un abrazo.
"Como en los textos, también en la vida a menudo nos "saltamos" lo que sucede"
La frase es de El corrector.
Es probable que me interesen más las respuestas que la preguntas.
También las ofrece.
Nunca categóricas.
(Bien traída la frase, Luna.)
Un abrazo.
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