Decía en la entrada anterior que de los viajes uno debe guardar sobre todo poso. Como tal, oscuro y estimulante, igual al de los cafés cargados, mi memoria custodia desde hace unos días la imagen de un cuadro descubierto en el Orsay. Se trata de un pastel de dimensiones reducidas, titulado Un parque en la noche, pintado a finales del XIX por Jozsef Rippl-Rónai, artista que está considerado padre del art nouveau húngaro. Ronái (1861-927) estudió pintura primero en Munich y obtuvo, posteriormente, una beca que le permitió mudarse a París. El descubrimiento de la obra de Gauguin le llevó a integrarse al grupo de los Nabis, surgiendo entonces una estrecha amistad con el escultor Maillol, al que retrata en una de sus más conocidas obras (también expuesta en el Orsay). La obra que a uno, sin embargo, más le cautivó fue este paisaje nocturno, sin figurante alguno. Una radiografía escueta de la noche donde se atisba sólo el destello de un farol de forja, que revolotea en medio de lo negro como una luciérnaga. Un negativo fotográfico que mira hacia dentro lo que sucede fuera. No en vano los Nabis prepararon el terreno a lo abstracto al entender el arte como la manera de expresar emociones más que realidades físicas. Ahí debe andar lo que me cautivó del cuadro, que alguna vez debió de sentir uno algo parecido a lo que movió a Rippl-Rónai a pintar este lienzo: la soledad inquietante de la noche y el amparo escaso pero irrenunciable de la luz.
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