Ocho troncos sin raíz ni copa. Temblando casi como si fueran un reflejo en el agua. Ofreciendo en medio del frío la llama de su corteza otoñal. Ayer mismo colgué este trozo de bosque en las paredes del salón. Se me iba cada poco la vista desde el libro que leía al lienzo que me reclamaba como una ventana abierta a un paisaje nuevo y misterioso. En esta arboleda de Ramón Fernández, la niebla tiene la consistencia de todo lo que nos confunde, de cuanto nos perturba. Por debajo uno intuye una fauna abisal y submarina, por encima el cielorraso del ramaje entrelazado y desnudo. Y en medio, el silencio opaco donde golpea como el oleaje la respiración asustada de quien se ha perdido en el bosque y no encuentra el camino a casa, al sillón desde donde sólo un momento antes se sabía a salvo bajo una luz tibia y con una novela en su regazo.
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