Querido Serandinas: A veces —muy de vez en cuando, pero desasosiega— siento en la distancia tu mirada inquisitiva. Incluso más que inquisitiva: de reproche. ¿Dónde se fue —te imagino preguntando con un tono manriqueño acorde con el río que transcurre tan próximo a tus predios— aquella constancia que promediaba casi un apunte diario, un esbozo en lo íntimo del paisaje, de la lectura o de las cosas de la república? Pereza, amigo, pereza. Pero no la pereza a que aboca la desidia. Sino la pereza en que nos sume el fruto escaso o agostado. La pereza con que nos aquieta la incertidumbre. Así que no te asombre que recurra al hurto consentido de lo ajeno, de la rama que cuelga sobre el camino y ofrece carga y sombra a quien pasa cerca. Hoy mismo, mientras me afeitaba y oía en la radio a la Concostrina —qué lujo sus apuntes diarios de la Historia—, tramaba traerme a la bitácora la referencia de su comentario: Iquique. Un lugar del norte de Chile. Quilapayún popularizó la cantata que recuerda la matanza allí ocurrida: Señoras y Señores / venimos a contar / aquello que la historia / no quiere recordar. / Pasó en el Norte Grande, / fue Iquique la ciudad. / Mil novecientos siete / marcó fatalidad. / Allí al pampino pobre / mataron por matar. Música emotiva para entrañas aún sin fermentar. Las nuestras de entonces. Sucedió el 21 de diciembre de 1907. El ejército acometió una represión sangrienta de la huelga de los empleados del salitre, un mineral que les procuraba enormes beneficios a los empresarios ingleses que lo explotaban. Los mineros sólo obtenían por su trabajo fichas que canjeaban en las tiendas de la propia compañía. Esclavitud encubierta. La rebelión terminó en masacre. Murieron casi tres mil. Busco una foto de entonces. Hay en ella, en los retratados a pie de mina, un aire oriental. Una miseria vagamente asiática. Los cuerpos sin grasa, los bigotes ligeros, los sombreros apagodados, las casullas amplias y sin cuello. Como si cayeran las indias orientales por lo más alto del Chile escuálido. Se levantaron suicida y dignamente. No hay ahora, en lo que uno conoce de cerca, la urgencia por el orgullo. Importa más la supervivencia. Vivir, aunque sea peor, para contarlo. Pasamos por el aro. El domador nos gobierna. El circo impone sus reglas. Te confesaré algo: creo haberme detenido a tiempo. Una suerte de deriva lenta y supuestamente argumentada me estaba llevando al otro lado. Es hora de que reme a contracorriente. De que venza la pereza. De que no olvide de qué lado está más que la verdad, el consuelo. El que hay que dar mientras se sigue bregando contra el agravio y el que se necesita igual que el aire respirado. Hoy, como verás, querido Serandinas., me he sobrepuesto a la desgana. Quizás te resulte confuso cuanto te cuento. Si fuera así, considera que Iquique, al menos como sinécdoque, me ganó las ganas y la memoria. Algo es algo. De lo demás, te diré que al invierno por aquí le ponen guirnaldas, y luces, y hasta fiesta. Será por combatirlo en la alegría, por muy forzada que resulte. Quizás tú también encuentres tiempo para reparar ensimismado en las nieves. Antes, lo sabrás por los viejos que aguantan todavía a duras penas por su osamenta en esos pueblos, se renegaba del frío y hasta de la estación entera. Porque era dura e interminable como esa ausencia de la que hablan los versos de Berta Piñán que he leído hace nada: "los brotos del xardín yá podrecieren / y el ríu medrara na to ausencia, / como miedren les hores / na cama d'un enfermu". Son del libro La mancadura, palabra con que le decimos al daño. Suenan bien en esa lengua que uno no acaba de ver como suya, pero que, sin embargo, parece dócil y muy viva en los poemas de Berta Piñán, siempre escritos en voz baja y despojados de adornos. A la manera en como se habla ahí a donde te escribo. Más largo que otras veces. Por compensar pasados silencios.
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