Sensaciones contrapuestas. Estar y malestar. Porque estar ya es bastante y porque estando casi todo se puede. Pero también, cómo no, la manoseada dicotomía de la risa y el llanto. Y a la par —por no abandonar la dualidad—, otras: intimidad y exposición; casa y mundo; silencio y estrépito; mesura y arrebato. José y Pilar es la película. Vengo de verla. En la misma proyección albergó uno el contento de dos horas de metraje intenso y la incomodidad de sus circuntancias: pantalla escasa, sonido ratonero y público que entraba y salía a través de una puerta tan ruidosa como la de un castillo. Esos desdoros sientan aún peor sabiendo que en la sala está Pilar, conociendo además su genio. Y a fe que lo sacó a relucir desde las butacas del teatro una vez todo hubo acabado. La tuve cerca y me pareció que el traje de rayas diplomáticas que vestía le daba una apariencia más enjuta y también más enérgica. Pidió disculpas que no le correspondían. Estar allí aún rumiando las últimas imágenes de la película y, al tiempo, padeciendo malestar porque no todo hubiera salido como se merecía Pilar. Estar y malestar. Cuando se rodó, a Saramago le quedaba poca vida. Quizás por ello la apuraba a un ritmo insano: viajes, conferencias, entrevistas, firmas de libros. Contagiado por la vitalidad de Pilar. Creyendo, tal vez, que era la suya. Pero ya no tenía tanta. Por eso se le ve refugiarse del tráfago en el ensimismamiento; por eso busca economía al esfuerzo a través del tono de su voz; por eso usa como antídoto contra el agobiante tumulto de las gentes que tantas veces lo rodean, un humor brillante y casi íntimo, una ironía amable e ingeniosa. Según parece, Miguel Gonçalves Mendes, el director, le dedicó cuatro años al rodaje. De ese seguimiento a la cotidianidad de la pareja protagonista hay más de doscientas horas de grabación. Se han reducido a ciento veinte minutos urdidos en torno a la escritura de la última novela de Saramago, El viaje del elefante. Una alegoría de la vida: el trayecto esforzado a través de media Europa de un animal al que después de morir le amputan sus patas para hacer con ellas paragüeros. La visión pesimista de un autor para el que el mundo era barbarie y que encontró consuelo en una mujer con la que convivió más de dos décadas; en una isla de un país que no era el suyo y en la que, sin embargo, levantó su hogar; y en una obra literaria tardía, artesanal, laboriosa y no pocas veces brillante. Como la propia película.
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