Dejo a un lado lo que estaba leyendo. Apoyo mi cabeza en una piedra y me cubro el rostro con el sombrero. Abro los ojos al cielo a través de su trenzado flojo. Anoche nos acostamos tarde. Se habló largo, se cenó un sabroso pulpo seco, se bebió rosado de Provenza y se fumó más de lo debido. Me vence por eso el sueño ahora bajo los lunares de sol que se cuelan entre la paille du chapeau, mecido por los espaciados golpes de las pocas olas que llegan a la orilla. Me vence el sueño en la felicidad de un otoño que se ha agarrado desesperadamente a la luz de la estación en fuga, como los golfos sin un chavo que se colgaban muchos años atrás de los tranvías en marcha. Pienso en que cuando despierte me daré un baño. Está el agua quieta y casi trasparente, así que será fácil alcanzar la mar abierta entre las piedras y las algas que la bonanza pone al descubierto. Y será, además, un placer dejarse flotar como una botella a la deriva que llevase dentro el poso de un sueño reciente. Sigue en este octubre milagroso calentándonos el sol por dentro; y, como escribía José Antonio Muñoz Rojas, nos hace pensar que no es la vida la que nos lleva, sino que nosotros somos la vida.
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