Ordenar la vida siguiendo modelos de carácter y de gracia, y no una sintaxis ideológica. Y hacerte con un pequeño búcaro de cristal en el que quepa apenas el tallo de una rosa silvestre. Otorgarle entonces el privilegio de un espacio donde converjan las miradas de la casa, al que se recurra al cabo del día como se recurre a la respiración. Y empeñarse en esa belleza pequeña y fugaz porque un día supimos de Ramón Gaya, que pintaba sin levantar la voz.
Los Diarios de Rayuela
lunes, agosto 12, 2024
jueves, julio 04, 2024
Tela de araña
No sé nada de arañas. En realidad, no sé nada de casi nada. Y sin embargo sí que he aprendido el asombro, esa suerte de humildad en la ignorancia. ¿Qué peso logra soportar la tela de una araña tejida entre brezos? ¿Sería exagerado afirmar que puede con el amanecer?
Allí arriba, entre los pinos que se levantan muy juntos a lomos del Pico Pousadoiro, una red de redes sostenía el rocío del día reciente. En cada una de aquellas urdimbres brillaban colmenas de minúsculas esferas cristalinas, huevos fragilísimos que aguardaban por la incubación del sol. Por debajo de todas esas criaturas latentes, que echarían a volar en cuanto escampase, las telas de araña seguían siendo una trampa mortal. En sus hilos se columpiaba el equilibrio entre la vida y la muerte.
lunes, junio 24, 2024
San Juan
Mientras llega el verano, que no es tanto un tiempo como una intención, la de deshilvanar las puntadas rudas del diario desengaño, recuerdo, como un antiguo verano pleno —luz y desenfado—, aquel espejo en que nos vimos reflejados por la ligereza de Jean Seberg triscando bajo los pinos de la Riviera francesa. Adiós tristeza. Al menos mientras duraba el color y la luz quemaba la película de los cuerpos expuestos sobre la arena al objetivo del recuerdo.
Vino después el blanco y negro. Y la añoranza de la plenitud en los veranos. Por más que sepamos que nunca serán los mismos. “Aquellos veranos de la niñez, cuando el calor descendía muy limpio desde el azul hasta el fondo de los alacranes, vuelven a la memoria en la noche de San Juan” *.
domingo, junio 16, 2024
Donde el tiempo se suspende
En los lugares donde el tiempo se suspende, en los que por un instante o algunos días vives ajeno a su amenaza, te desgarra siempre una revelación cruel: todo se acaba. Porque miras a los tuyos y ves en sus ojos y en sus pieles los finales superpuestos de los años. Y te ves tú también así en sus miradas. Mientras, aquí y ahora, llega a la ventana el cielo amanecido como una piedra liviana que la luz del sol vetea. Y viene de la mar el aire como mil manos que agarradas a los troncos flamean el verde de los árboles. Y vuelan las primeras golondrinas. Apenas podría encontrarme el pulso, nada lo inquieta y late repitiendo a su modo la palabra paz, la sílaba paz, como pedía Andrade en sus versos: “Repite las sílabas donde la luz es feliz y se demora”. Aquí es el lugar donde el tiempo se vuelve a suspender por un instante. Y esta certeza me urge otra vez de nostalgia por el presente.
miércoles, mayo 29, 2024
Ventanas
Las ventanas abiertas a un paisaje, a los cielos, las ventanas que le permiten a la vista no tropezarse con otras ventanas, con muros de carga, con la estridencia de la ciudad abstraída y hosca, las ventanas abiertas al humor de los días, a los pantones innumerables de la luz, esas ventanas, ayudan a respirar. También, a su modo, las ventanas fingidas de las computadoras. Al encender a diario la mía, veo en su cristal una playa, veo el arenal del verano retratado desde la colina más oriental. Se me extiende como un paraíso aprehendido durante años a pie de marea, junto a las rocas ocres que atisbo muy al fondo, como una promesa distante pero fiable. Antes de decidirme por esta fotografía como muelle de mi vista cuando cansa, le rebajé el contraste y la nitidez, texturicé sus nubes y pincelé sutilmente de esmeralda sus aguas. Hasta que ese encuadre fue más exacto al recuerdo. Hasta que ya no parecía una fotografía, sino casi una acuarela, ese modo delicado de pintar el mundo que ayuda a respirarlo diluido, sin aristas, desde la ventana abierta a la memoria feliz.
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lunes, mayo 20, 2024
El derecho de vivir en paz
El otro día escribía Ignacio Peyró, ese conservador heterodoxo antiguo jefe de gabinete de la Cospedal (hay milis que fueron mucho menos severas), que “España es país de conversos. Prohombres del Movimiento amanecieron un día siendo demócratas de toda la vida. Maoístas de pelo duro predican hoy el evangelio liberal”. Y así es, hay quien cantaba Blowin' in the Wind con la mano en el pecho, como un himno patrio, y ahora, sin embargo, se hace mientras se ducha un karaoke a diario con el My Way de Sinatra. En fin... Ayer, camino del Náutico, donde la víspera se había erigido una cruz tamaño Calvario en medio la quermese patriótica de cuatrocientos civiles sin reparos higiénicos a la hora de besar banderas, iba la Charanga Ventolín tocando una vieja canción de Víctor Jara que tiene un estribillo título que dice: “el derecho de vivir en paz”. Era media mañana de domingo y se caminaba detrás de una enorme bandera palestina. Nos vibraba en el tórax sentimental a unos cuantos el eco de aquella voz tan singular que fue la de Jara, el recuerdo de cómo se lo llevó la saña. Esa misma saña que se le pone a la venganza sobre las gentes de Gaza. Dibujaba Neto ayer a un niño tendido entre los escombros de un bombardeo. Sobre su cuerpo una flecha y un texto: “Si ve aquí un niño en vez de un terrorista de Hamás, es usted un antisemita”. Me gustaban las canciones que iba desgranando la charanga. Me gustaban menos algunas consignas de los manifestantes. No soy muy de banderas ni de eslóganes reduccionistas. No olvido a las víctimas salvajemente masacradas por el terrorismo islamista en octubre de 2023. Pero tengo la mala costumbre de ver niños, como Neto, donde hay niños. De emocionarme con la música que me sigue haciendo, creo, mejor. ¿O no se es mejor cuando se pide algo tan elemental como el derecho a vivir en paz?
jueves, mayo 16, 2024
Conhece alguém as fronteiras à sua alma, para que possa dizer -eu sou eu?
lunes, mayo 13, 2024
Una casa sobre la playa
sábado, mayo 04, 2024
Escribir a mano
viernes, mayo 03, 2024
La mala sangre
No ir con hambre al supermercado, por no comprar más de lo que se precisa. Pero, igualmente, tampoco conducirse con unas cuantas copas de mala sangre, por no atropellar a nadie en el improperio.
Para cuándo los controles de soberbia en el arcén de los teclados. Sobre todo para quienes vienen de la indignación perpetua, de la antigua y opuesta a la reciente y conversa; para quienes transitan sólo las certezas sucesivas, sin plantearse dudas ni tibiezas.
Bendito el que vive en la incertidumbre y al que, por tanto no lo queda otra que la prudencia.
"(...) Y yo no sé, y sigo sin saber, y a esto me aferro como a un oportuno pasamanos", Wislawa Szymborska.
miércoles, mayo 01, 2024
Piedras
Aquello de José Antonio Marina de que los twits son como piedras. Y lo que de ello, por extensión, se alcanza a proyectar: la parábola, doble, que describe un montón de piedras lanzadas por una turba anónima en las lapidaciones; la de tomar esa imagen como alegoría de cuanto una red social permite saber de nosotros, de lo peor de nosotros.
sábado, enero 20, 2024
Morar, de José Luis Argüelles
Que la vída no sea una costumbre
Me quedé en los poemas que se leen como un traje a medida. Porque hasta una mala voz se vuelve elegante cuando lee por placer en voz alta y para nadie. Así releo estos versos que dicen, por ejemplo: “cuando nada se explica sin el otro y todo importa porque estamos juntos”, y dispongo tras ellos cubiertos para dos sobre la mesa. Versos que son como una confidencia: “admiro a quien la muerte encuentra con las manos vacías, sin otra posesión que la humildad de las preguntas”, que hablan de cómo se aligeran los años de certezas. Versos que ayudan a “que la vida no sea una costumbre”, después de amanecer tantas veces sin ofrecerle al día ni tan siquiera un rezo laico. Versos indóciles que los aquiles han tenido siempre por ridículos, por provenientes de esa inagotable alcurnia de tersites empeñados en nacer contrahechos de miseria: “surgirán de ese llanto escarnecido, razones poderosas para cambiar el mundo”.
Hay un recurrente mal uso del infinitivo de los verbos
cuando se emplea para pedir, mandar o desear, como si fuera un modo imperativo.
Así que por qué no empeñarse en ese error, en que Morar sea tan
connotativo que hasta admita ofrecerse al lector que lo habite como asilo de
páginas que dicen, acompañan y hasta enseñan. Para hacernos suyos durante el
tránsito de su lectura. Demorada. Y abarcando no sólo un lugar (lugares: la
memoria primera, minera y rural, y el horizonte cantábrico posterior), sino
también una edad habitada, la “casi vejez”; y una convivencia de afectos y hasta
un paisaje de memoria, la del compromiso ya sin bandera, la de los otros libros
que fueron antes, de erosiones, protestas y desconciertos.
En un artículo
publicado en Letras Libres, allá por 2002, escribía Seamus Heaney a
propósito de Miłosz: “es un gran poeta y
tiene un lugar en el panteón del siglo XX porque su obra satisface el apetito
de gravedad y alegría que el término poesía despierta en todos los idiomas”.
En Morar, último libro de José Luis
Argüelles, publicado con el buen gusto que siempre le pone a sus ediciones
Impronta, con las portadas conceptuales y limpias de Marina Lobo, podríamos
aludir a esa compaginación a la que con tanto acierto como concreción se
refería Heaney respecto a lo que debe ser la poesía: gravedad y alegría. Porque
en este poemario se afirma la vida y su doble faz. Por un lado, la luz y los
afectos: por otro, la sombra y la finitud de los días. Es la reflexión de quien
parece atreverse a ofrecer algunas respuestas sobre cómo afrontar la existencia
desde una edad madura, pero sugiriéndolas con la sordina de la humildad
adquirida en las incertidumbres sobrevenidas. Porque, “¿de qué sirve una voz
si no habla de la vida y sus moradas?”.
De habitar espacios y de cómo han de
ser los espacios a habitar trata Elegía para el arquitecto Coderch de
Sentmenat, de Joan Margarit: “la casa ha de ser virtuosa y humilde, / ni
independiente ni vana, ni original ni suntuosa. / Y exacta su forma, tal sombra
arrojada bajo el mediodía”. El poeta apenas oculta en esos versos que
persigue la descripción de su propia poesía. Un empeño que bien podría ser el
que logra Argüelles en su libro con oficio y claridad, con un decir ético, sin
más alardes que el recurso literario a tiempo y el vigor y la belleza de la
verdad por principio. Un libro sereno, medido y de formas estróficas variadas, también
clásicas a veces, con sonetos, coplas o haikus, y hasta con la intercalación de
dos poemas en prosa. La antología de un tiempo, tres o cuatro años. El aluvión
de unos poemas que quizás lleguen como intuiciones y que seguramente se ahorman
como la piel en las arrugas, que ofrecen una cartografía quebrada, nunca una
melodía monocorde.
Pero vuelvo a Heaney y a aquel poema
del cavar, él con su pluma, mientras veía al padre cavando en la realidad del
suelo pedregoso irlandés, mientras recordaba a su abuelo cavando hasta terronear
la turba. Eso viene a ser también el terrar que Argüelles cuenta como “una
lección de agricultura” por la que se repone el mundo arrastrado en la
inclemencia. Qué otra cosa pretende la poesía. “Recuerdo a nuestros padres.
Y cómo sostenían así el mundo”. Cavar, terrar. Una pluma, un diccionario
azul.
“Que la vida no sea una costumbre y sí celebración humilde, amor afirmándose en las insumisiones”. Esa es la actitud. Dicha, sí, por despertarse de nuevo al día, pero sin el ensimismamiento del entusiasmo ebrio, imperdonable en un mundo en el que continuamente “el infierno se abre de repente”. Hay que seguir siendo también la voz, como se decía en Protesta y alabanza, de la memoria y del daño.
Hay a veces poemas más que difíciles, oscuros. Que retan al lector. Pero que terminan siendo demasiado a menudo falsas alarmas. Y hay, por el contrario, poemas tan trasparentes que parecen escrito por la inercia de un lápiz adiestrado. Esos suelen ser los imprescindibles, que diría Brecht. Y de esos, unos cuantos en Morar. Como Vacas. Asomarse a la ventana del recuerdo a ver pastar una vaca, la genealogía de una vaca, que moró tres generaciones en la cuadra de una familia, que rumió su historia y la historia de un país al mismo tiempo, que pertenece a la estirpe de las vacas que mugen en las ruinas, como aquella de Piñole que honró en el cine Bande, es pintar el paisaje lo más figurativamente que se sabe, y es al tiempo abrigarnos el corazón “cuando el corazón se desampara y encuentra algún calor en esas mitologías”.
Como Entre la nieve, esa indagación “en la memoria y la niebla” que rescata un mundo clausurado de las cuencas del carbón y el agro. Una suerte de Rosebud materializado en la repetición del verso: “Un diccionario azul y un aro de oro”. Un poema brillante en forma y fondo.
En fin, que no quería yo esta vez emplearme como se
suele cuando de reseñar un libro se trata, en el orden preceptivo de una
biografía primero —que suele venir en las solapas—, y después en la trillada
disección forense que lleva unos cuantos pellizcos de la obra al microscopio.
Que prefería, también en la lectura, el fervor de Zagajewski antes unos versos
pronunciados de un modo tan como uno quisiera para sí cuando toca decir lo propio,
tan a una edad a la vez agradecida y quejumbrosa, tan diáfanos como hondos, tan
tributarios de la raíz, lo humilde y el milagro de la bondad que alcanzan a ser
lo que pretenden, y mira que es difícil: “una verdad serena que oponer a las
ruinas tan próximas”.
JCD
miércoles, noviembre 15, 2023
Presentación de El vigor de los dones
miércoles, septiembre 20, 2023
Las Justas
Nos recogió a las puertas del hotel la bibliotecaria.
Tan prudente como servicial. Y en nada estábamos en el ayuntamiento; y en nada
se lanzaba el chupinazo; y en nada desfilábamos por en medio de la
aglomeración, a los compases de los músicos. El alcalde acompañaba a la reina
abriendo la marcha, y muy cerca, el concejal de cultura, la mantenedora, el cuentista
y este poeta llevaban a su vera al resto de las damas. Nos aguardaba el
escenario, lleno de flores; el atril igualmente emperifollado; los sillones
escalonados por el atrezzo en los que debían sentarse las muchachas festejadas
conforme a una jerarquía electa de belleza y prácticamente engullidas por las guirnaldas;
el maestro de ceremonias, locuaz y expeditivo; y un auditorio lleno de gente,
donde se le habían reservado a las fuerzas vivas asientos preferentes —hasta un
senador vino a acomodarse junto al mando militar y los concejales de la corporación—.
La instantánea de cuando todos posamos para el respetable como el elenco de una
compañía circense que saluda a su público antes de comenzar el espectáculo, si
se hubiera tomado en blanco y negro, pasaría por una de esas fotografías que en
la sección de ecos de sociedad daban cuenta allá por los años cincuenta o
sesenta del siglo pasado, en los periódicos regionales, de alguna fiesta en los
salones de cualquier casino castellano peripuesto para el evento.
El speaker tenía voz de radio y tablas de veterano. Disertó
brevemente sobre la importancia de los libros, y los riesgos de las redes
sociales. Una suerte de homilía civil. Bienintencionada y con moraleja, como las
películas de los domingos a la hora de la siesta en la televisión pública.
Luego tomó la palabra el cuentista. Hubo suerte: el tipo era consciente de que
leer una narración de ocho páginas a palo seco, para ediles, autoridades
castrenses, repúblicos en horas extras y familiares de damas y reina de las
fiestas, podía menoscabar el ánimo celebrativo con que la concurrencia llegaba en
día no laboral, con la charanga callejera aún en vena y ganas irreprimibles de
inmortalizar a las jóvenes expuestas en el jardín rococó sembrado sobre el
escenario. Así que convirtió su cuento en una especie de monólogo de la
comedia. El argumento lo permitía: un enredo de identidades que, sobre el
papel, era una inteligente conjetura sobre el poder de sugestión de las
realidades imaginadas; pero que, en aquella improvisada versión oral, trufada
de morcillas divertidas, sedujo la atención del espectador y hasta relajó la
compostura aristocrática de las muchachas entronadas. El humor sin escarnio es
como el bálsamo de fierabrás, pero libre de efectos secundarios: pule sin dolor
las aristas de la vida.
Todo lo que vino después me ubicó como en un reverso situacionista: la acción revolucionaria, pero a la vez previsible de quien juzga caduca una tradición, consiste en situarse en un plano de superioridad moral respecto a los que la aceptan pasiva o activamente; mi situacionismo irreverente consistió, por el contrario, en traicionar mis principios acomplejados y pasármelo bien. Vamos, como Ninotchka en París.
Le tocaba turno a la mantenedora. En las justas
medievales era un caballero aguerrido el que mantenía con sucesivos combates la
plaza contra las incursiones de los aventureros. En las justas florales, el
mantenedor procura dejar el pabellón local en lo alto con un discurso que le
otorgue prestancia al evento. Se encargó de ello una profesora universitaria que
disertó, con conocimiento de causa y muy amenamente, sobre un escritor local.
Lo que no impidió que uno sólo memorizase apenas un dato de cuanto contó la
brillante erudita, que el pobre tipo se murió cirrótico.
Al día siguiente, la flor quedó en la habitación del
hotel. En un vaso con agua. Quizás se la llevase a casa quien aseó el cuarto después
de irnos. Una reina sin trono.
Así que queda dicho: se premia en esa villa todos los
años un poemario (gracias al nuestro allí estuvimos) y una pequeña narración. Nada
más llegar a casa he buscado las bases del premio al mejor cuento. Habrá que
ponerse a ello. Sólo tengo esa posibilidad para volver del brazo de una dama a esas
justas literarias, para viajar en la máquina del tiempo.
miércoles, julio 26, 2023
24 de julio
Ya está. Ya pasó. ¿O no? Has
estado preparándote, participando incluso de las fanfarrias previas y
contaminando el corazón con agravios y esperanzas a partes iguales. Y a la
noche, después de que todo fue finalmente un instante, como todo fuego de
artificio, te quedó un vacío que no acabas de interpretar. Como si las ganas de
implicarse, de estar alerta, de prometer resistencia o celebración, se las
llevase el sumidero del alma. Es como ese cansancio que nos entra después de
una cena con amigos al quedarnos a solas con la mesa llena de vasos sucios, de
migas, de platos con restos de comida, de ceniceros aún humeantes, de manteles
arrugados y servilletas con carmín de vino. Habrá que recoger todo esto,
piensas, mientras abres de par en par las ventanas, para que se airee la casa,
te lavas los dientes y subes a tu habitación con resignación culpable. De ese
vacío hablo, del vacío de la tarea aparcada, que cuando amanezca nos reclamará
atención y esfuerzo. Aunque es verdad, no obstante, que siempre es más fácil
poner un lavavajillas que abandonar una trinchera.
martes, enero 24, 2023
Mientras traigo otras palabras, de Ricardo Pochtar
Reseña de Mientras traigo otras palabras, de Ricardo Pochtar, publicada en El Cuaderno.
viernes, enero 20, 2023
Banquisa
Reseña del poemario Banquisa, de Julio Obeso, publicada en El Cuaderno.
Banquisa, el reciente libro de Julio Obeso, publicado por Eolas, es un libro sobre la muerte, aunque no un libro elegíaco, como suelen serlo mayormente los poemarios que toman ese asunto como impulso creativo, ni tampoco un ejercicio de reflexión sobre trascendencias procuradas por la fe o por la palabra literaria, sino que se trata más bien de un exorcismo contra la humillación de saberse tan poco frente a lo ineludible.
Obeso describe la muerte, alude a cómo se manifiesta y en qué circunstancias; procura mantenerle el respeto debido, pero tratando, a la vez, no tanto de conjurarla, como de soportar su horizonte ejerciendo una suerte de dignidad irónica que atenúa ese insoportable «festín de ratas» al que estamos abocados por demasiado tiempo («la muerte nos durará más que la vida»).
«Aseguran que la muerte se espanta con palabras que sabemos, pero no sabemos cuáles». Quizás el empeño del Banquisa es buscar esas palabras y el tono adecuado en que deben ser pronunciadas. Se trataría, por tanto, de una labor de precisión en la que no caben los rodeos: urge rigor y austeridad expresiva. Para describir con tensión poética el final: «habrá un halo y tal vez un pájaro tibio que traspase el último pulso a tu muñeca». Para revelar el arma más mortífera: «el tiempo, ese golpe infinito que machaca todo el cuerpo». Para afianzarse en la vida riéndose no tanto de la muerte, como con la muerte: «El sexo es uno de los huertos de la muerte. Gime en voz alta y te prometo que hoy no morirás».
Y todo ello a través de una prosa que tiene un ritmo de verso en sus renglones: «la muerte todo lo explica con niebla» o «que nadie en tu ausencia note que faltas, vuelve loco al olvido», y que, además, tiende a lo aforístico, más que intencionadamente, por ese decantar de lo que se dice evitando sedimentos: «la muerte llama la atención más que la vida»; «A la hora de agorar los naipes se vienen abajo ante la certeza de las lápidas»; «¿Camposantos? Toda tierra es sagrada»; o «El amigo que cierra con su mano los párpados del otro en esa hora enmienda la plana a Dios».
Banquisa es ese hielo marino que se va solidificando poco a poco hasta alcanzar una rigidez definitiva. La portada del libro, y sus tonos azules, ilustran con un paisaje polar esa imagen de frío, esa perspectiva de falta de vida. Pero de algún modo es también metáfora de la falta de sentimentalidad con la que se aborda por Julio Obeso la muerte. Una voluntad de estilo distanciado que solo se traiciona en una especie de elegía anticipada por el padre que, curiosamente, y pese a esa disonancia con el resto de la obra constituye, a mi juicio, uno de sus mejores momentos: «Cuando te vayas, padre, llevarás contigo el secreto de las herramientas, el mapa de los rincones, la perplejidad del hueco. Yo de la madera solo sé que arde».
Julio Obeso (Gijón, 1958) es una rara avis en el panorama poético. Con sus anteriores libros, Tres Tristes Trópicos (2012), Inminencias (2014) o Impajaritable (2015), ha ido construyendo una trayectoria literaria singular, que no tiene que ver con la experiencia, ni con lo simbólico, ni con más compromiso que la subversión de la reglas, sociales o preceptivas. Hace un tiempo, con ocasión de la publicación de Impajaritable, escribí que la mejor manera de explicar la poesía de Julio Obeso era acudiendo a sus propios versos, con extractos de esos versos. Por ejemplo, los de aquel poema que hablaba de una urraca que se llevó al nido un ángel en el pico. Sus polluelos no sabían qué hacer con tal presente. ¿Podría comerse? No. ¿Y, de ser así, para qué serviría aquella criatura? El poema se cerraba entonces con un verso certero y luminoso que explicaba el propósito final de la presa: «brilla». Pues bien, esa es la utilidad última perseguida, el compromiso asumido: brillar. Que no es poco. Se trata, nada más y nada menos que de poner luz en el mundo, lo que le otorga al propósito tanta trascendencia como cualquier otro fin que, a priori, se tuviese por más esencial en el oficio del poeta.
En esa luminosidad pone toda su energía Julio Obeso, en el desbaratamiento del orden establecido y a través de distintas formas: el humor corrosivo (que fue herramienta propia del surrealismo), sexualizando el absurdo, reclamando piedad hacia el dolor de los seres desvalidos (y ahí cuentan tanto los ancianos como las criaturas animales) o subrayando el absurdo final que a veces nos reserva la vida. Y de esa veta viene esta Banquisa última, que nos acerca a un libro que sigue manteniendo los rasgos distintivos del quehacer literario de su autor, pero donde, además de aquilatarse considerablemente la expresión, se ha perseguido objetivar un asunto tan crucial y tan íntimo que en el intento, para alegría de lector, han quedado unos cuanto pelos en la gatera: esos rasgos de compasión con la condición humana que no burla ni la ironía.
Selección de poemas:
Si me siento morir, si lo siento, imaginaré a una mujer frotando su sexo contra uno de mis libros. Sí, lo siento, ni la muerte ni yo damos para más.
Algunos animales para evitar la muerte fingen estar muertos. Esa táctica con humanos no funciona, la muerte llama la atención más que la vida.
FOSA ¿COMÚN?
Desenterrarlos para volver a enterrarlos. No pudieron elegir. Por eso el amor escarba con urgencia y limpia una a una las vértebras del mundo.
Antes de acostarme doy de beber a los cuadernos, escribo algo en mi perro, para que todo esté en calma mientras duermo.
Aseguran que la muerte se espanta con palabras que sabemos, pero no sabemos cuáles. Algunas las olvidamos, otras no las decimos porque el amor ya se acabó, el hijo ya no está, o el golpe, aquel estruendo, nos vació el alma. Entonces viene y decimos: colofón, pesebre, manantial, y ya más cerca gritamos: ¡luminiscencia, cóncavo, estramonio! Niega con sus oquedades y lejos de espantarse nos ocupa.
La leche en las nubes bajas que humedece al amanecer el rostro de los terneros. El óxido es otro rastro, el del caracol más grande que tiene, pero de ahí no pasa. Las flores secas, las hojas muertas, las fosas comunes, no son ni sus huellas. Es demasiado creativa para esas evidencias.
Ningún pájaro quedó en el aire. Al principio vagaron erráticos hasta que aparecieron los cuervos y comenzaron a pastorearlos. Siguiendo órdenes mentales formaron grupos y avanzaron hacia los cementerios del mundo (también los marinos). Era hora de restañar la herida, el vacío: se va a celebrar el gran juicio y a cada mujer, a cada hombre, lo defenderá su pájaro.
Unos gatos ruedan violentos, él con su pene espinoso anclado, ella con su zarpa en el lomo. Resbalan tejado abajo y en el último momento se separan. Ante la muerte más vale dejar lo que estés haciendo (nos lo enseñan ellos que tienen siete vidas).
Por si cuela
El sexo en silencio es uno de los huertos de la muerte. Gime en voz alta, querida, y te prometo que hoy no morirás.
No tenemos cuerpos para vivir, a la mínima se nos rompe el cuello o se nos sueltan las tripas. Una sola burbuja en la sangre y amanecemos de toda frialdad. A decir verdad, este mundo tampoco. Cuando no es un volcán es una ola y a más una peste aviar cierra los ojos a dos continentes. Para la muerte sí que apuntamos maneras.
La muerte todo lo explica con niebla, pero la niebla solo son nubes que han tocado fondo y no saben volver.
José Carlos Díaz