En la playa del Cervigón, las mañanas del verano son una delicia. Sus guijarros se extienden hasta un poco más allá del final del paseo marítimo. En esa prolongación recóndita buscamos acomodo. A nuestras espaldas se levanta una pequeña e inestable pendiente de tierra y vegetación por la que hasta hace tres o cuatro años todavía se podía ascender a través de una rudimentaria escalera de barro. Supongo que las lluvias terminaron con ella. Delante nuestro siempre se bate el océano. Y a nuestra izquierda, cuando sube la marea, nos aísla una hilera de rocas que parte la cala en dos mitades: la vertiente occidental suele ocuparse sobre todo en los días festivos y sobre ella se tienden los menos habituales; al otro lado de esa frontera de piedra andamos los asiduos, porque justo es allí donde la playa se vuelve milagrosamente silenciosa. Se hace, por ello, muy placentero recostarse al sol con un libro entre las manos o simplemente cerrar los ojos, avivar el fuego en el azogue de los párpados y guardar en la memoria para el abeto de la Navidad las chiribitas de esa hoguera. Por ver si hay suerte y arde.
1 comentario:
Todo en el relato es bello, pero esa útima imagen, ahhh, es maravillosa.
Su azogue de pronto arde en la mirada de quien a distancia sólo observa.
Saludos, buen viernes.
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