Al nieto del General Prats.
Ha pasado ya casi una semana y aún sigo dolorido. Tengo moretones por la espalda y a lo largo de las piernas. Si los presiono noto una punzada de dolor. Es real y concreta. Sin embargo, todo lo que recuerdo de aquel día es impreciso, como la memoria de las resacas. Sé que anduve rondando durante un buen rato la cola. Que finalmente me situé en ella. La corriente me arrastró entonces y caminé casi por inercia desde la calle hasta el interior del cuartel. Aunque a mi alrededor se hablaba, para mí eran todas aquellas palabras apenas un murmullo ininteligible: el curso rumoroso de la corriente. Cuando lo tuve bajo mis ojos, le sobrepuse por un momento el rostro de mi abuelo a su máscara, blanda pese a la rigidez, se lo sobrepuse a su ceño, marcial pese a la postración, y también a toda su chatarra condecorativa. Cuando se me fue el recuerdo y se quedó sólo el muerto, le escupí. Con la torpeza de un acto no premeditado y repentino, le escupí. Justo entonces, antes de que me clavaran sus uñas los que me rodeaban, juro por Dios que ví bajo la saliva esparcida de mi asco, cómo se empañaba desde dentro el cristal que lo protegía. No era sino el aliento póstumo de su rabia, por fin ya inútil.
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