Tiene uno la mala costumbre de sentarse a la noche a ver algún informativo televisivo. No siempre el mismo. Cada vez cansa más esa proliferación morbosa de sucesos, así que se busca la cadena menos dada a la carroña. No es fácil. Con ocasión de la semana santa, se desvió el foco desde la sangre fresca a la esculpida y procesional, a esa puesta en escena de la tragedia paradigmática. Tales historias ejemplares terminan siempre adornándose de pretensiones artísticas, lo que justifica y extiende sus efectos catárticos, bendecidos, en esta versión, por la coartada religiosa o de fe —irrebatible, por tanto—. Suelen trufarse los desfiles de pasos y cofradías con entrevistas entre asistentes pasivos y costaleros sufrientes. El micrófono del reportero recoge a pie de procesión el sentir de la gente. Y siempre se define éste del mismo modo, como “inexplicable”; lo que supone, por tanto, que “no haya palabras” capaces de describirlo. Hay en esa declaración de impotencia expresiva, una ingenuidad emotiva propia de lo inmaduro. Como en el capricho de los niños, que tampoco tiene manera de argumentarse. Obedece a impulsos sin brida. Pónganle a la cosa manto de organdí, cera perfumada, música sacra y músculo de costal. Finalmente, sin nada de eso, a pelo, hay sólo una corriente de intereses: la del templo y su supervivencia, la del hombre buscándole sentido al paso del tiempo, la de la ciudad por convertirse en centro de peregrinaje —y negocio— y la del periodismo que nutre y se nutre en simbiosis de escaparate.
No hay comentarios:
Publicar un comentario