Justo al lado del Nicola, en la acera en sombra de Rossío, mendigaba un hombre sobrecogedoramente deforme. Nunca había visto nada igual. Su rostro era como un enorme suflé desparramado de carne gangrenada. Nadie que se lo cruzara tendría, probablemente, reparo alguno en arrojarle al sombrero todas las monedas de su cartera. Pero qué pocos soportaban los escasos quince segundos en que, deteniendo el paso, debían acorazar coraje y mirada mientras buscaban una limosna que dejarle al monstruo en su proximidad aterradora.
No hay comentarios:
Publicar un comentario