jueves, julio 02, 2009

Brinquedos

O Museu do Brinquedo, en Sintra, es un encantandor lugar abierto apenas hace unos años. Reúne una inmensa colección privada. En la primera planta, dispuesta para muestras temporales, vimos la que se le dedica a los playmobil, esos minúsculos personajes de articulación rudimentaria, expresión feliz y múltiples ocupaciones. En lo que son fondos propios del museo, las sorpresas y la fascinación son continuas. Ordenados por épocas y tipos, se mezclan coches, barcos, trenes, muñecos, animales, hojalata, madera, trapo, plomo. Auténticas reliquias. Encantadoras piezas rescatadas quizás de sótanos y anticuarios, del olvido y la desatención. Amor por el juego y evolución del mundo en esas piezas que recogen usos, costumbres, novedades, inventos, penurias y desahogos. Andábamos por la segunda planta, de vitrina en vitrina, llamándonos para enseñarnos lo que íbamos descubriendo con asombro, maravillados, cuando se dirigió a nosotros un hombre mayor, hemipléjico, que deambulaba por la sala sobre una silla de ruedas que movía con sólo una mano, la derecha, cubierta con un guante de piel negra. Preguntó desde dónde veníamos y si nos estaba gustando lo que veíamos. Y como le dijéramos que estábamos admirados, nos desveló entonces que él era el dueño, el coleccionista de todo aquel prodigio. Joao Arbués Moreira, su nombre, nos acompañó desde ese momento por la exposición. Hablándonos suave y sin pausa. Desvelándonos cómo había ido reuniendo tanto juguete. Glosándonos lo que íbamos viendo a su lado. Joao Arbués Moreria tenía un abuelo, Joao Capucho, que además de poseer una fortuna evidiable, albergaba ideas peculiares sobre la educación de sus nietos. Prefería que jugaran a que estudiaran, y hasta premiaba con juguetes las malas calificaciones escolares. Aquellos pequeños fueron creciendo rodeados de juguetes. Un profesor les preguntó un día si coleccionaban alguna cosa. Cuando le llegó el turno, Joao dijo que juguetes. Sus compañeros se rieron de la ocurrencia, pero el maestro les explicó entonces que una colección de juguetes era tan importante como cualquiera otra porque a través de ellos podía conocerse la época a la que pertenecían. Desde ese momento, Joao vió sus juguetes de otra manera. Desde ese día, Joao empezó verdaderamente a convertirse en coleccionista de juguetes. Su padre, en la esperanza de que tanto Joao como su hermano, se libraran de la influencia demasiado lúdica de su abuelo, los envió a ambos a estudiar a Inglaterra. El viejo, aun en la distancia, siguió haciendo de las suyas. Dispuso tal cantidad de dinero en las cuentas bancarias de sus nietos en Londres, que hasta la propia policía llegó a investigar el asunto, pues no le daban crédito a la versión de los adolescentes que justificaban en la excentricidad del abuelo esa abundancia de recursos. Finalmente, los muchachos no sólo finalizaron sus carreras allí, sino que Joao fue incrementando, al tiempo, no poco su colección de juguetes. La familia Arbués residía en Estoril. Eran vecinos de don Juan, el monarca español que nunca llegó a reinar. Joao tenía casi la misma edad que don Juan Carlos. Eran a diario compañeros de juego en el verano. Estaban juntos incluso el aciago día en que al príncipe se le disparó la pistola con la que mató a su hermano Alfonso. “Yo estaba allï —dice Joao—. Habíamos estado tirando en el jardín. Don Juan nos dijo cuando acabamos que las armas, una vez usadas, debían limpiarse. En eso estaba Juan Carlos cuando Alfonso, que era un travieso incorregible, empezó a brincarle alrededor. La bala le entró por la barbilla. Lo fulminó. Yo, que entonces tenía sólo doce años, tuve que ir a buscar al padre para decirle lo que había pasado. Fue terrible.” Joao guarda aún una buena amistad con el rey. Juntos salían algunas noches desde la Zarzuela en moto por las calles de Madrid. Más veloces de lo conveniente. De lo permitido. En una de aquellas correrías un guardia civil les dio el alto. Cuando vio a los motoristas sin casco, terminó cuadrándose. Joao se ríe recordándolo. Empuja la silla hacia las vitrinas de los soldados de plomo. Recrean batallas famosas. Acontecimientos históricos como el regicidio de Sarajevo. Héroes y villanos. Frente a las tropas nazis, se acuerda que una vez vio llorar a un hombre ya mayor. Era un judío que había estado confinado en un campo de trabajo durante varios años haciendo soldados de plomo como aquellos que ahora tenía en frente, quizás incluso alguno de ellos había salido de sus manos. El secreto de su perfección era el miedo. Cualquier tara podía costarle la vida al artesano. Incluso para las tropas de juguete hay tiempos de guerra. Nos lleva luego Joao hasta una de las últimas vitrinas de la segunda planta. Quiere ensañarnos un par de rudimentarias reproducciones en hojalata de cocodrilos. Sobre una de ellas monta un jinete de raza negra. “¿Se dan cuenta —pregunta divertido y por probarnos— de que estamos ante un juguete racista?” Al advertir que observamos algo perplejos el enigma, nos saca enseguida del apuro: “Quien hizo esta parodia, pensaba que nadie, salvo un negro tonto, montaría un cocodrilo. Y si se fijan, el segundo cocodrilo está mucho más gordo que el primero y se relame satisfecho. Se ha comido al jinete.” La broma es como la reproducción de una viñeta en dos escenas. Tiene el encanto de la gracia ingenua y el trasfondo cruel de un racismo sin complejos. Los juguetes no son a menudo inocentes. Son imagen de la gente, de sus aspiraciones, de su manera de pensar, de su capricho.

Enzo Ferrari tenía un viñedo en el que consechaba un vino escaso, excelso, para uso propio y para regalar a los amigos. Se le ocurrió que no habría mejor cofre para aquellas botellas que una reproducción del modelo que hiciera campeón a Fangio. Un regalo que era un coche a escala con una botella de excelente vino en su interior. Siempre anduvo Joao detrás de alguna de esas escasas reproducciones. Un amigo lo llamó un día desde Florencia. Había visto una en un anticuario. Joao y su mujer tomaron enseguida un vuelo que los llevó hasta la pieza codiciada. Dice el viejo que la consiguió a un precio escandaloso. De Ferrari auténtico. Luce ahora también en el museo. Y uno la ve distinta sabiendo cómo llego hasta aquí. A veces, algunos pequeños que visitan estas instalaciones en excursiones escolares quieren saber por qué Joao no camina. Él les dice entonces que no puede hacerlo porque no le han dado cuerda. A continuación, los pequeños les preguntan a sus maestros por qué al señor de la silla de ruedas no le dan cuerda. Ese juego también le divierte a Joao. Se ríe y nos contagia. Al irnos, se desprende ceremonioso del guante de su mano derecha. Se la estrechamos agradecidos.

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