El lector. Libro y película. Primero leí la obra de Bernhard Schlink. La extraña relación entre un adolescente sensible y maduro y una mujer áspera y sensual veinte años mayor. Se ambienta en la Alemania de los años cincuenta. Cuando se reconstruyen las ciudades y el espíritu mismo de un país en el que convive el silencio cómplice de los supervivientes y la vergüenza perpleja de sus hijos. Hanna y Michael Berg representan esas dos generaciones. La obra se interroga sobre la culpa y la comprensión. Sobre la pasividad en medio de la fuerza y sentido de las corrientes. Sobre el comportamiento de quienes no siendo nacionalsocialistas, aceptaron el horror del exterminio. Hanna pregunta al juez en el juicio (le pregunta también, intuyo, a quien lee su historia en las páginas de Schlink): ¿Qué hubiera hecho usted? Curiosamente, en ese instante el verdugo se vuelve víctima. Adquiere la apariencia de un engranaje obediente en las entrañas de una maquinaria enorme y tan poderosa que sobrepasa cualquier voluntad. Además, el analfabetismo vergonzante de Hanna le hace expiar más culpas que la propia. Esa extraña indefensión por no saber leer ni escribir la vuelve vulnerable, humana. Pese a la atrocidad de su obediencia, pese a los crímenes que pudieran atribuírsele por ella, hay, intuyo, una evidente intención en el autor de ponernos a la altura del personaje, de comprender finalmente su indeferencia. Sucedió, fue atroz, pero los ejecutores del holocausto no fueron diablos sino mortales cobardes, como muchos de nosotros, a los que al cabo del tiempo el remordimiento terminó por quitarles el sueño y hasta la vida. La adaptación cinematográfica de Stephen Daldry es bastante fiel al libro, aunque uno ve en Kate Winslet una osamenta demasiado esbelta como para darle vida a la ex celadora de Auschwitz.
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