A uno, que curtió su infancia y adolescencia en bares de serrín y pincho de tortilla reseca, aún le imponen mucho las fruslerías competitivas conque los cocinillas de la ciudad se baten el cobre cuando concursan por el favor de clientela y jurado en los certámenes de tapas cada vez más al uso. El último fue la semana pasada. Y justo el viernes, a esa hora fronteriza entre los días laborales y el asueto del week-end, en torno a las dos y media, cuando J. y un servidor solemos compartir vino y charla en el Cucurrabucu, Ana —dudo que haya alguien más encantador tras los mostradores de esta ciudad— nos invitó a degustar el invento que para la ocasión ideó Jaime, su media naranja —ese tipo que aparentemente trae consigo siempre, como decía Baricco de un personaje de Seda, la indestructible calma de los hombres que se sienten en su lugar—. Pues bien, la cosa llevaba por nombre: ¡Ostrás! Y por ingredientes: ostra, merengue crujiente de algas, puré de calabaza, pimienta rosa y eneldo. Vamos, auténtica tetilla de novicia (si aún se dan las vocaciones por los pueblos costeros y se orean el escote a la rosa de los vientos las sores en ciernes). Hemos venido a saber hoy, con mucha alegría, que el pincho del Cucurrabucu ha ganado el primer premio del Gijón de pinchos 2009. Dijo el jurado que por combinar con acierto «riesgo, dificultad técnica y equilibrio». A uno lo que de verdad le gustó fue ese sabor fuerte a pedrero y yodo que se llevó agarrado como una llámpara al paladar el viernes camino de casa. Qué bueno -el premio y el pincho-.
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