Qué fin de semana tan lluvioso. Apenas si da tregua el temporal. Ha enfriado también y el cielo mantiene una opacidad sucia. Leo a Modiano. Pasea su melancolía escueta a orillas de un lago. En el verano. Refugiado en un hotel decadente de huéspedes añosos. Leo a Modiano y pienso en Cheever. En su nadador. De piscina en piscina. Compartimentos de agua azul en un laberinto que lleva a lo triste. Pienso en Cheever porque hoy me gustaría nadar. Oigo a través de las paredes el bisbiseo acuoso de los canalones. Vuelvo la vista a las ventanas. La lluvia, su consistencia de cortina ligera, se mueve al ritmo de las ráfagas de aire. Me da pereza echarme a la calle camino de la piscina. No sé incluso si merece la pena el esfuerzo de la brazada. El ritmo forzado de la respiración. Al final, me incorporaré cansado, torpe sobre las sandalias de goma, encogido quizás de frío, solo bajo las luces blancas que iluminan la cubeta, las corcheras de colores, las cristaleras perladas de lluvia. Quién sabe, además, si al volver a casa el mundo se habrá vuelto distinto e irreconocible.
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