Me había propuesto no hablar de lo que ocurrió ese día. Por un ataque de dignidad quizás mal entendida. Aclaro que debe interpretarse ésta en un doble sentido. Me explicaré. Por un lado, porque es bastante humillante relatar que a uno lo convocaron una tarde en una librería de su ciudad para firmar libros y que durante una hora —en la que permaneció semiescondido por entre estantes y columnas, casi camuflado— no extrajo de la americana ni una sola vez el bolígrafo que, previsora pero ingenuamente, se había procurado para la ocasión. Y por otro —y en sentido opuesto—, porque no queda bien alardear de que la presentación de su libro, unos instantes sólo después de la lección de humildad con que el trámite de las firmas me había fustigado y apenas a cien metros de distancia del lugar de dicho oprobio, la hizo un magnífico escritor (Ricardo Menéndez Salmón) con comedimiento y -espero- sinceridad, y que uno estuvo rodeado de familiares y amigos, y que salió del trance, cree, honrosamente. Hubo luego cuchipanda y bebercio, charla y risas. Y buena prueba de que la cosa se terminó con alegría es que cuando lo serio dio comienzo, en la mesa al efecto, con mucho rango, orden y cera mutua, al Rector, que presidía, se el antepuso el tratamiento que el protocolo requiere: “Magnífico”. Y que cuando a todos nos distendió el compartir copa y mesa, el dicho tratamiento dejó de ser tal para convertirse en una interjección: ¡Magnífico!, que hacia justicia a la maña con que el Rector descorchaba el rioja. (No sé si es una indiscreción canalla lo que cuento, pero, en todo caso, el libro que se presentaba, recuérdese, lleva por título Letras canallas.)
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