Ayer vi La ola. Película alemana que retrata, con ritmo enérgico y eficacia narrativa, una semana en la vida de unos bachilleres alemanes. La historia es la siguiente: un profesor al que le toca en suerte explicar el concepto de autocracia, decide, para una mejor comprensión de los rasgos que identifican a todo sistema dictatorial, poner en práctica en su propia aula los métodos que engendran formaciones totalitarias. Curiosamente, la implicación del alumnado, y del propio docente, es tal que al cabo de tres o cuatro días todo adquiere una uniformidad absorbente y peligrosa, la de un grupo que toma por nombre La ola. El final es trágico. La parábola se exprime hasta la entraña y deja un poso de amargor y, en sus justos términos, una inquietud, la de que en todo lo grupal siempre se desarrolla una tendencia excluyente, tanto de lo que se singulariza al margen, como de lo que siendo parte termina por carecer de autonomía y sólo adquiere sentido como engranaje.
Leo también el último artículo de Cercas en El País Semanal, Antes de la política, donde se hace eco de unas opiniones mantenidas por Irene Lozano, en las que viene a concluir que el remedio contra la mala política no es menos política, sino más. Y que las democracias más sanas son aquellas en las que los ciudadanos contemplan no como un derecho, sino como un deber cívico, el dedicar algunos años de su vida a la política.
Recuerdo a la vez, como contrapunto, aquello que escribió Zygmunt Bauman: las ideologías son esos densos velos que hacen que miremos sin llegar a ver. Es a esta inclinación incapacitadora nuestra a la que Étienne de la Boétie denominó servidumbre voluntaria.
¿Cómo conciliarlo todo? ¿Cómo afrontar un compromiso político -al que parece obvio que no debemos sustraernos-, sin el sometimiento a la castrante disciplina de partido? A esa simbología rancia, infantil o castrense, de colorines, logos, musiquillas y mítines. A ese culto adolescente a referentes de verbo fácil o imagen atildada. A ese atrincheramiento entre afines que nos hunde los pies en el barro y nos empuja a disparar hacia el otro lado por mera supervivencia, sin atender a razones. Volviendo a La Boétie: servidumbre voluntaria. Ola.
Leo también el último artículo de Cercas en El País Semanal, Antes de la política, donde se hace eco de unas opiniones mantenidas por Irene Lozano, en las que viene a concluir que el remedio contra la mala política no es menos política, sino más. Y que las democracias más sanas son aquellas en las que los ciudadanos contemplan no como un derecho, sino como un deber cívico, el dedicar algunos años de su vida a la política.
Recuerdo a la vez, como contrapunto, aquello que escribió Zygmunt Bauman: las ideologías son esos densos velos que hacen que miremos sin llegar a ver. Es a esta inclinación incapacitadora nuestra a la que Étienne de la Boétie denominó servidumbre voluntaria.
¿Cómo conciliarlo todo? ¿Cómo afrontar un compromiso político -al que parece obvio que no debemos sustraernos-, sin el sometimiento a la castrante disciplina de partido? A esa simbología rancia, infantil o castrense, de colorines, logos, musiquillas y mítines. A ese culto adolescente a referentes de verbo fácil o imagen atildada. A ese atrincheramiento entre afines que nos hunde los pies en el barro y nos empuja a disparar hacia el otro lado por mera supervivencia, sin atender a razones. Volviendo a La Boétie: servidumbre voluntaria. Ola.
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