martes, abril 26, 2011

Un aire impresionista

Por este mismo camino, en el otoño se salpican los prados de azafrán silvestre. Hace un par de días, lo abordamos más pendientes del cielo que del sendero. Habían anunciado lluvia. Finalmente, apenas si cayó un orbayu breve a primera hora. El resol se filtró enseguida como un caldo espeso a través de las nubes. Le daba un relieve de óleo a los acantilados. Unas pinceladas sólidas al horizonte. Un color de arcilla a las playas. Un aire impresionista. Una despreocupada calma a nuestros pasos y palabras. Sobre ciertas piedras dos brochazos indican al caminante el buen sentido de su marcha: la tensión del alambre dispuesto sobre el acantilado. Por debajo, la mar llegaba callada. Sobre la frente del Sueve se ceñían jirones de niebla. A la puerta de algunas casas florecía la glicina. Llegados ya al pedrero, sorprendía comprobar que las violentas raíces de los eucaliptos próximos, que todo lo pueden, no podían sin embargo con las huellas milenarias de los dinosaurios. X. tomó la foto de una niña cuyo pie menudo tildaba esos cráteres. Ese acento de color aligeraba el verso fósil. En el pueblo nos esperaba un plato de caza y unas sartenes de pobre. Sidra fresca y charla animada. El sol había salido y uno pensó por un momento hasta en renunciar al regreso; hasta en acomodarse con los ojos cerrados recostado sobre una silla de la terraza del bar dejando que la tarde se consumiera como astillas en el relumbre tibio del cielo. Pereza de sobremesa que sólo demoró un poco más el camino de vuelta. A su final, un par de cometas sobre el arenal de La Isla le daban un cierre de candil exiguo al día. Como de falta de aliento. La perra melancolía de todo lo que se goza y se termina.

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