Después de pasear por los cais de Gaia. De beber a la sombra de las bodegas. De navegar el río en un rabelo para turistas. Después de que la foz se tragase despacio la tarde. Después de que las ruinas cambiasen su oro sucio por un telón de fin de acto. Aun después también de que el río le ciñera la cintura con un aire frío de plata. A esa hora en que la retraté, permanecía abierto su cuaderno a la luz menguante, al caserío y a los puentes, al Duero y a la ropa tendida, a la ciudad desconchada y a la noche en ciernes; tan abierto como un objetivo de una cámara avara que confundiera un boceto con la vida en tránsito.
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