Los tapices de nuestra infancia adornaban los salones con escenas interiores de jaimas: un té escanciado por un beduino y el rostro curioso de un camello asomándose por la puerta mientras al fondo se ponía el sol tras las dunas. Los tapices de nuestra infancia, a pesar de aquellas escenas tórridas de desierto, terminaban arruinados por la humedad de las casas. Vivíamos en una ciudad portuaria y gris, con estibadores, polvo de carbón y olor a tripas de sardina. También hubo un tiempo en que se estarcían las paredes con un rodillo de relieves chinos. Sobre un puente ligero cruzaba un oriental con sombrero triangular de paja llevando sobre sus hombros una carga dividida en dos fardos de igual peso colgados en los extremos de una pértiga. Una y otra vez, se mirase para donde se mirase, se veía repetida interminablemente la misma escena. Aquel gusto por lo exótico era como un remedo tardío de las tendencias en los salones de buen gusto. Es sabido que los más pobres imitan con retraso y malamente el refinamiento de las aristocracias. C. se echó sobre los hombros la rebeca. En cuanto llega el final del día a orillas del Douro se levanta desde sus aguas una corriente de humedad que lo traspasa todo. Nos habíamos levantado de la terraza desde donde nos dejamos hipnotizar por el vino y los paseantes. Nos unimos a sus perfiles vueltos poco a poco sombras contra el estuario del río, por donde se fue yendo la luz y su último poso dorado, por donde se encendieron las ascuas como filamentos. Rodilla en tierra, me rendí a ese gusto plebeyo por los atardeceres. Me hice con mi propia chinoiserie. Un tapiz oriental —cómo no— y portuense.
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