Foto de Alberto Morante
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El viernes 19 de octubre actuó
Paco Ibáñez en el Niemeyer. Lo acompañaba Amancio Prada. Tal vez fuera más
preciso decir que era un concierto de los dos. Al menos así lo era para la
organización, que presentaba a la par a ambos artistas en los carteles. Pero a
uno le parecía más bien que era Paco el protagonista y Amancio el acompañante. Y
como tal se comportó éste cuando compartieron escenario en la segunda parte de
la actuación: orbitando en torno a Paco con una gestualidad algo afectada.
Supongo que para
la mayoría de los que llenamos el teatro, tanto Paco Ibáñez como Amancio Prada
son dos referentes musicales imprescindibles. Pero al primero lo apreciamos no
sólo por lo que canta, sino por cómo a través de lo que canta ha forjado un
discurso moral sin fisuras. Irreverente y tozudo. Posiblemente su voz haya perdido
vigor con el paso de los años —a cambio, se ha vuelto más cálida y confidente—.
Es seguro también que nunca ha pretendido convertirse en un virtuoso de la guitarra —en ella se ha apoyado, de ella se
ha acompañado—. Pero esa figura con la que
al cabo del tiempo nos encontramos sobre las tablas de los teatros cada vez que
acudimos a su encuentro, ese Paco Ibáñez de cabellos blancos y atrabiliarios,
que tan rigurosamente se atavía de negro como a la vez descuida el orden de sus
ropas —el pantalón caído, por fuera los faldones de la camisa—, ese
cascarrabias lúcido, ese niño viejo, ese cantante que se enfrenta a los
conciertos con una mezcla de improvisación y arrebato, que sabe tomar, más por
oficio que por intención, el pulso de su auditorio hasta ofrecerle lo que le
pide sin renunciar a lo que el artista a su vez quiere, esa compañía con la que
hemos convivido a lo largo de nuestras vidas, como con una conciencia
desgarrada de la que no deseamos ni debemos abdicar, y que hemos procurado,
cuando llegó la hora, compartir con nuestros hijos, ese hombre grande y
desgarbado, arranca siempre de nosotros la mejor de las rabias, la de sentirse
en pie y dar noticia de ello, la que arrincona contra las esquinas oscuras de
la vida lo peor de nosotros mismos: la debilidad, la codicia o el olvido.
Por su lado,
Amancio Prada ha entendido de otra manera la profesión. Se ha mostrado muy preocupado
también de lo instrumental, de cuidar y mejorar su voz, de que la propia música
alcanzara incluso una relevancia pareja a la de las letras con que se nutre. Atento a su imagen. A la puesta en escena. A las luces.
Al ritual. Compilando a lo largo de los años poemas de amor, versos de García
Calvo, romances de antaño, misticismos, ferlosianas, canciones francesas y
saudades galaicas. Sucediéndose en su carrera, pues, etapas, atenciones e
intenciones. Capas superpuestas de una geología finalmente semipreciosa.
Por el contrario,
la terca voluntad de Paco Ibáñez ha ido acumulándose en delta, en limo de
aluvión arrastrado por el curso ininterrumpido de un río que ha buscado siempre
sin desmayo una misma desembocadura. Quizás por eso no se hizo del todo fácil
conciliar ambas voces en el concierto. Acordar la atildada compostura de un
cantante que parece perseguir la belleza sobre cualquier otra cosa y el
desaliño de un trovador empeñado en la verdad —que suele ser una forma mucho
más amarga de belleza—. A los dos los volvería a ver uno a gusto, pero mejor a
cada uno adueñado de su mundo, de su propio concierto, de su particular manera
de enfrentarse al público: con cierta mise
en scéne el berciano y con la desnudez más cruda, Paco.
Tengo la
sensación de que Amancio Prada se fue plenamente satisfecho del Niemeyer. Me
da, en cambio, que Paco Ibáñez se hubiese sentido más cómodo si, por momentos, la
media naranja del reparto no nos hubiera privado de su mejor versión, la de un
tipo que para comerse el escenario y entusiasmar a sus espectadores no necesita
más que una silla donde apoyar la pierna sobre la que toca la guitarra y de una
voz, personal y entrañable, con la que desgrana un repertorio único, el de esa
poesía con la que crecimos, amamos, lloramos y en un tiempo incluso hasta galopamos.
1 comentario:
Me enteré después de que pasó. Si no, hubiese cogido un "civia" (tren adaptado) hasta Avilés, y no me hubiese perdido elconcierto de quien, en mi adolescencia, gracias aun casette del memorable concierto del Olympia, me hizo empezar a amar la poesía
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