Hoy, en La Nueva España, por Francisco García Pérez.
Le escribía hace un par de días a Hilario Barrero que publicar se parece a conjugar el subjuntivo: proyectar una probabilidad sujeta a subordinantes (los lectores, la crítica...). Son pocos días los que tiene de andar rodando esta novelita —pocos y por pocas manos, que su distribución es casi como la del Mundo Obrero en la clandestinidad—, pero en esos pocos días, quienes han leído mis Vísperas de nada se han molestado en palmearme afectuosamente la espalda con sus palabras. Y bien que se lo agradezco. La reseña de don Francisco es hoy otro motivo de alegría y la confirmación de que la probabilidad subjuntiva tiene visos de aserción indicativa.
Víspera de nada y el
saber narrativo del asturiano José Carlos Díaz para exprimir un argumento
mínimo
Francisco García Pérez
Francisco García Pérez
No sé cuánto me arriesgo si digo que hay
otra manera de contar historias entre los autores asturianos de ahora que va
más allá de desarrollar una trama compleja o copiosa y que, por el contrario,
se demora en una argumento mínimo al que no se deja escapar sin haberlo
exprimido al máximo, mediante el párrafo largo (como este que estoy usando), los
adjetivos en su sitio y una escritura que es fruto de la observación tan
detenida como exhaustiva, consciente de que en ese poco está un mucho. Y pienso
acaso en Moisés Mori y Chus Fernández y en
tantos más. Y en José Carlos Díaz (1962), quien prosigue su
carrera literaria con la misma medida constancia pero firmeza que usa en sus
narraciones o poemas. Nada me alegra más que convivan estas dos tendencias y
alguna intermedia en nuestra literatura, pues ambas me hacen disfrutar como
lector. Última precisión: el número de páginas no certifica la cortedad o
largura de una novela; hay novelas larguísimas de muy pocas páginas, como la
que hoy me ocupa; hay novelas que se leen en un pispás por su inanidad aunque
mucho tocho parezcan.
Invoca Vísperas de nada a Coetzee en la cita inicial y no en vano: si le leyera más (como demuestras JCD haberlo hecho), mucho se elevaría el nivel. Y la portada es el espléndido (y desacompasado) retrato de Tränkler, pintado por Henrich. Buen nivel de comienzo. Luego, claro que nos interesa la historia del pintor Héctor, artista de éxito pronto y caída imparable, a quien su galerista Eusebio propone que se imite a sí mismo, que pinte como pintaba para retrasar la ruina económica, mientras en vano se aferra a su amor por la joven Alina, en competencia con el expeditivo Conrado. "Una novela de arte y decadencia", podría titular la solapa para ganar lectores acaso. Pero tengo para mí que el interés lector está en otra parte. Hay un narrador tan consciente de cómo narra que hasta asoma a las claras: "No es ajeno el narrador al riesgo de ciertas hipérboles: muchos asertos se columpian entre lo noble y lo grotesco" (página 44). Y el interés está, por ejemplo, en el modo en que cuenta esta reflexión de Alina ante Héctor: "Estos sedimentos se le habían convertido en una turbia mezcla de afectos menguados y de memoria melancólica. Era de las vísperas de la nada, de la conmiseración hacia lo que se supo esplendor y amenazaba ruina de donde arrancaba las briznas de un deseo triste con el que besar alguna noche los labios de su marido, con el que dejarse tomar por sus músculos desfallecidos, por el aliento ácido de las muchas copas y el resignado abandono", estupendo y medido remate de la página 23. O, casi al final, ese "mantenía esa porfía curiosamente en aquella senda por donde los vecinos del lugar vieron durante años caminar a Sara Meyer, quien creyó allí en la resurrección de la vida después del holocausto mientras miraba hacia el mar en los atardeceres cárdenos con ojos húmedos de alegría y de rabia, pues se sabía envejeciendo en el paraíso sin que el paso del tiempo la hubiera librado de la oscura memoria". Es decir: engarzar la historia, por muy breve que sea o gracias a que sea breve, con un mimo exquisito. Estupendo.
Invoca Vísperas de nada a Coetzee en la cita inicial y no en vano: si le leyera más (como demuestras JCD haberlo hecho), mucho se elevaría el nivel. Y la portada es el espléndido (y desacompasado) retrato de Tränkler, pintado por Henrich. Buen nivel de comienzo. Luego, claro que nos interesa la historia del pintor Héctor, artista de éxito pronto y caída imparable, a quien su galerista Eusebio propone que se imite a sí mismo, que pinte como pintaba para retrasar la ruina económica, mientras en vano se aferra a su amor por la joven Alina, en competencia con el expeditivo Conrado. "Una novela de arte y decadencia", podría titular la solapa para ganar lectores acaso. Pero tengo para mí que el interés lector está en otra parte. Hay un narrador tan consciente de cómo narra que hasta asoma a las claras: "No es ajeno el narrador al riesgo de ciertas hipérboles: muchos asertos se columpian entre lo noble y lo grotesco" (página 44). Y el interés está, por ejemplo, en el modo en que cuenta esta reflexión de Alina ante Héctor: "Estos sedimentos se le habían convertido en una turbia mezcla de afectos menguados y de memoria melancólica. Era de las vísperas de la nada, de la conmiseración hacia lo que se supo esplendor y amenazaba ruina de donde arrancaba las briznas de un deseo triste con el que besar alguna noche los labios de su marido, con el que dejarse tomar por sus músculos desfallecidos, por el aliento ácido de las muchas copas y el resignado abandono", estupendo y medido remate de la página 23. O, casi al final, ese "mantenía esa porfía curiosamente en aquella senda por donde los vecinos del lugar vieron durante años caminar a Sara Meyer, quien creyó allí en la resurrección de la vida después del holocausto mientras miraba hacia el mar en los atardeceres cárdenos con ojos húmedos de alegría y de rabia, pues se sabía envejeciendo en el paraíso sin que el paso del tiempo la hubiera librado de la oscura memoria". Es decir: engarzar la historia, por muy breve que sea o gracias a que sea breve, con un mimo exquisito. Estupendo.
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