Sobre Vísperas de nada, José Carlos Díaz
XXIII Premio certamen novela corta “J.L. Castillo-Puche”
por MAR BRAÑA
Albert Henrich |
Mar Braña Gancedo |
Me centraré en esta novela en la que Donna Tartt
utiliza el cuadro del pintor holandés Carel Fabritius para la portada, el título y el símbolo de su
narración. Casi sucede lo mismo con A.M. Tränkler, si bien en el caso de Vísperas
de nada es un proverbial refrán el que propone el título a esta novela breve.
Otro paralelismo es que Theo Decker, al igual
que hace Héctor Bueres, permanece
encerrado durante días entre cuatro paredes, fumando sin parar, bebiendo vodka
y masticando miedo. Una semejanza más es que los dos tienen una historia larga
y ninguno sabe cómo ha llegado hasta el punto descentrado en un mundo con el
eje torcido en que hallan como dos líneas paralelas, aquejados ambos por un
realismo brutal y sobrevenido. Sin embargo, la gran diferencia entre ambos
protagonistas es lo mucho vivido por uno y lo que le queda por vivir al otro. En
Vísperas
de nada, Héctor Bueres se
queda mirando el cuadro de Albert Henrich, el Retrato de Tränkler, en El jilguero, es la madre de Theo la
que contempla incansable el cuadro, símbolo de la fragilidad, el vuelo y el
canto. Hemos añadido, pues un nuevo título, y un gran autor, José Carlos Díaz, a una literatura que
nos viene que ni pintada.
Algo que me llama la
atención sobre la trama escogida en esta ocasión por José Carlos, es la huella
que las relaciones personales dejan en los escritores. A Galdós le atraían los
artistas y solía colocarlos cuidadosamente entre los personajes de sus obras.
Son conocidas las relaciones entre Galdós y algunos pintores de su tiempo lo mismo que
la sólida relación que José Carlos mantiene con algunos miembros del
grupo de artistas Extremófilos.
Asoma casi de puntillas, El
retrato de Dorian Gray, pero en Vísperas
de nada, en vez de ser el cuadro el que absorbe toda la podredumbre moral
del protagonista, parece ser el protagonista el que busca la complicidad tenebrista
de su alma gemela en el cuadro de Tränkler, igual que en la novela ya citada de
Auster, es la luna la que parece dominar a Blakelock.
El preludio de las Vísperas es
una cita de La edad de hierro de
Coetze. Tampoco es ninguna casualidad, existe una relación muy
especial entre la dama protagonista y el vagabundo, basada en la desesperanza y
el sufrimiento. Y existe también en esa narración, un texto dentro de otro
texto, la carta que escribe la señora Curren a su hija que no puedo dejar de
asociar con la carta que escribe Alina a Héctor explicando cuál es la situación
a la que no cabe sino enfrentarse.
Como la protagonista de Vértigo ante el cuadro de Carlota Valdez,
Héctor permanece mirando el que habrá de ser su retrato. Busca quizá las
diferencias, las semejanzas, el fracaso invisible que los une. El lienzo
engulle al espectador del mismo modo que toda composición de Edward Hopper integra al
observador, pues pinta para
quien se complace en mirar temiendo (o deseando, que a veces es lo mismo) la
mirada del otro. Hay una estrecha relación entre imagen y observador. Los
cuatro personajes principales se observan, unos posando, mostrándose desnudos a
merced de cualquier deseo que rompa la inercia de su vida en permanente estado
de reposo, de letargo sombrío. Alina busca esa fuerza capaz de modificar su hibernación
de sofocante calor y la encuentra en Conrado, en sus cuadros llenos de luz y la
temperatura clemente de su casa. Eusebio, el fiel amigo, no pierde detalle de
la situación por la que atraviesa la pareja y pinta la ocasión de salir del
patatal en que se entierra con una grúa improvisada de buenas intenciones que
será el germen de la tragedia. Héctor, cada vez más oscuro y prisionero de su
propia incertidumbre, ignora todavía si lucha por entrar dentro del marco con
la mirada esquiva o es Tränkler quien mira hacia el suelo con el fin de saltar
para poseerlo. “Días de mucho, vísperas de nada”, dice el sabio refrán, frase
lapidaria donde las haya. La abundancia puede tornarse necesidad por el menor
quiebro de la rutina. Los contrarios deben permanecer siempre en equilibrio. Es tarea humana
controlar el contrapeso. Héctor y Alina lo intentan, cada uno con su propia clandestinidad.
Destacan las descripciones
psicológicas de los personajes, su estado de ánimo, como el balance negativo de
una empresa con demasiadas pérdidas y la impecable factura de los párrafos,
casi pinceladas en las hojas, uno las va pasando como los días, de una en una
esperando el desenlace. Y destaca también la presencia de un narrador que no es
ajeno al riesgo de ciertas hipérboles: “muchos asertos se columpian entre lo
noble y lo grotesco”, leemos en el
capítulo XIV.
Me emociona especialmente el
capítulo X de los XXI, el nudo que atenaza la trama, y ese duelo constante entre las sombras y la
luz. Héctor es la sombra, el peso implacable del calor perfeccionista hasta la
asfixia, pero la sombra sólo existe si hay luz. Alina deviene la luz de las
tinieblas de Héctor, el foco que va perdiendo intensidad, apagándose por las
deudas, que, inexorables, van pasando factura mes a mes. Cuando Eusebio propone
una pequeña trampa para volver a tener algo de claridad, se pierde por completo
el equilibrio. La noche se hace perenne en la vida de pareja y la integridad
moral del protagonista está cortada sin que pueda afrontar el cargo de un nuevo
enganche. Conrado es, a su vez, la luz
al final del túnel que atraviesa Alina, debatiéndose en un continuo claroscuro
introspectivo. Un objeto ardiente enciende todo lo que toca, pero un objeto
tibio pierde su calor si se le acerca otro objeto frío, de ahí que la tibieza
de Alina se decante por conservar su propia temperatura al lado de Sómbix.
Quién es quién. Al final no
se sabe si sale Tränkler del cuadro o es Bueres quien entra. Ambos están
jodidos, solos y bien jodidos. Después de todo, poco importa, Héctor había
aceptado fingir seguir siendo quien ya no era, he ahí el germen de su pérdida
de identidad moral. Si ya no puede seguir siendo él, buscará a aquel que más se
le asemeja. El afamado pintor deja paso a la firma de Alina, ajena, casi como
si esa alienación saliera de su propio nombre,
sentenciando su último cuadro. Ningún nombre de los personajes es casual.
Conrado arrastra la honradez de trampantojo antepuesta a su apellido con sonoridad de zombi;
Eusebio, cuya traducción del griego sería piadoso, es quien ha dado origen a la
vida artística del pintor y será el encargado de recoger su cuerpo sin vida,
igual que la Virgen recoge el de Jesús en la obra de Miguel Ángel. Eusebio está
situado justamente entre el éxito o el empeño, éste último en su acepción más
piadosa de escalada. Queda, sustituyendo a la pluma del cuadro original, el talón, el punto débil que hace vulnerable
al héroe, Héctor, el antagonista de Aquiles.
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