Para uno, que viene
de la poesía povera, tejida en y de cotidianidad, asomarse a un libro de Emilio
Amor le parece como celebrar un festivo en medio de la semana laboral o darse
un capricho olvidando la austeridad o la dieta. A uno, que viene de la poesía
inteligible (connotativa, claro, pero no desbocada), asomarse a un libro de
Emilio Amor le exige renunciar al protocolo racionalista y apoyar los pies
sobre la mesa por el tiempo exacto de su lectura (y relectura). Uno, en fin,
que pretende la precisión en lo que escribe, no puede, después de lo apuntado, sino
intentar argumentar por qué habla, a propósito de la poesía de Emilio Amor, de fiesta
inesperada o insubordinación contra las formas. Y es que hay, grosso modo, dos
maneras de prologar, de reseñar o de presentar un libro de poesía. Una, recreándolo
a través de una glosa bienintencionada, poética incluso, en la que se presume
de la amistad con el autor, se apela a la sentimentalidad y se termina componiendo,
con mucha floritura y poca enjundia, una alabanza alambicada de lo que se ha
entendido poco o nada (por lo que más que explicar, se parafrasea). Otra,
centrando el foco sobre el texto (sin descuidar, no obstante, el contexto) y
tratando con humildad de ofrecer las claves necesarias para una mejor
comprensión del mismo. Ese es el reto.
La crítica
literaria viene aceptando que desde mediados de los setenta del siglo pasado, la
poesía española, una vez superados los condicionantes de la guerra civil y de la
posguerra, se bifurcó en dos grandes líneas creativas, una vinculada a la
vanguardia y otra a la tradición, o lo que es lo mismo, una al neosurrealismo y
las experiencias del lenguaje, y otra a la experiencia de la realidad, siempre más
intimista. Como todos los encasillamientos, este no deja de ser también un mero
intento de desbrozar lo tupido, cortando a veces por donde no se debería y
dejando a uno de los lados lo que, por estar lindando, sería más justo que
tuviese un pie en cada uno.
En todo caso, y
por ir ubicando lo que Emilio Amor escribe, está meridianamente claro que la inspiración
de sus versos viene de una querencia indisimulada por lo que fue aquella vanguardia
de principios del XX que puso en cuestión los límites del racionalismo y el sentido
de su progreso (cuyos avances científicos y tecnológicos acarrearon el envés de
una guerra mundial). En ese contexto de decepción aparecen múltiples movimientos
o "ismos", que aun de corta duración, estaban movidos por un objetivo
común: la ruptura con la formas expresivas imperantes hasta entonces:
sentimentalismos vacíos, sensualidades ornamentales modernistas o hueras
sonoridades métricas. La poesía buscaba una nueva dignidad.
Manual de pájaros
extintos bebe sobre todo de esas fuentes. Hay poso
de aquel imaginismo que confiaba en la imagen como medio de una expresión
poética liberada de ataduras formales. Y evidencias de un notable apadrinamiento surrealista
en el flujo brillante de palabras y escenarios que tienen quizás un impulso
consciente, pero cuya ligazón final la auspicia un inconsciente poético que
revela asentadas capas de lecturas e imágenes pictóricas. En esa veta se nutre
la creación de Emilio Amor.
Como queda apuntado, la poesía que se está reseñando no admite interpretaciones restringidas (más que un proceso comunicativo, pretende una comunión sensorial: transportar al lector a un mundo literario, sonoro y visual en el que se le alienta a una percepción más que del significado, de la belleza a que aspira la obra). No obstante, en lo posible, sí quizás sea conveniente acotar las motivaciones sobre las que se cimienta este mundo de sensaciones, ilustrado, someramente, por algunos trabajos pictóricos del propio Emilio Amor.
El tono general
del poemario es elegiaco. No es sino un canto de pérdida que lamenta el ocaso
de una vida anterior. Esa extinción titula el propio libro: Manual
de pájaros extintos, y se remarca todavía más con la cita que lo
preside: “Todo lo que perdí, volverá con
las aves”, de Jorge Guillén.
El libro está
dividido en cuatro partes, tituladas como se detalla y encabezadas, cada una,
por las citas que se trascriben:
Manual de pájaros extintos (“En realidad hoy nadie sabe lo que es la noche”, de Antonio Colinas).
Imán de soledades (“Sabedlo al menos por mí, todo hombre tiene la estatura del desastre”, de Leopoldo María Panero).
La dulce llaga (“Y atravesando dulcemente llagas”, de Antonio Gamoneda).
Petite morte (“Mala puta la muerte y su caballo galopante”, de José Manuel Caballero Bonald).
Manual de pájaros extintos (“En realidad hoy nadie sabe lo que es la noche”, de Antonio Colinas).
Imán de soledades (“Sabedlo al menos por mí, todo hombre tiene la estatura del desastre”, de Leopoldo María Panero).
La dulce llaga (“Y atravesando dulcemente llagas”, de Antonio Gamoneda).
Petite morte (“Mala puta la muerte y su caballo galopante”, de José Manuel Caballero Bonald).
El campo
semántico al que aludimos como eje argumental del libro de Emilio Amor, la
pérdida, sigue manifestándose en el título de esos capítulos: “extintos”, “soledad”,
“llaga” y “morte” (en los dos últimos términos como pérdida de salud y vida); y
en los versos de los autores citados: “noche” (pérdida de luz), “desastre”
(pérdida por desolación), “llagas” y “muerte”.
Sobre esta
modulación melancólica se alza el contraste expresivo de la escritura,
cosmopolita (que no culturalista), colorida, brillante en alusiones e imágenes.
Como dicen los propios versos (pág. 28), “Sobrevive
el vértigo. (…) Este es el precio de la tristeza, la persistencia de la lucidez”.
La extinción misma alumbra el acto creativo. “Hay que avanzar aunque el cansancio acose / y acuse a los corceles de
la vida” (pág. 29). Ese esplendor mantiene encendida cuanto puede la llama
de la esperanza, pero no es menos cierto que a veces es incapaz de sobreponerse
al declive de la vida, a esos versos que olvidan, por un momento, la figuración
y se vuelven crudamente aseverativos, doloroso y sinceros: “Existir es claudicar cien veces: / los
amores perdidos una tarde, / los trabajos forzados por necesidad, / los hijos
que se alejan en aviones vibrantes / hacia un destino incierto y sin fronteras,
/ y la salud mellada por los años” (pág. 71). Ahí está la extinción, la
soledad, la llaga y una considerable dosis de muerte, la que nos va inyectando
en vena cada uno de nuestros días.
Las aves de este
catálogo volaron un día, fueron libres, desplegaron en el cielo sus alas y son
sobre la taxidermia de este poemario la alegoría de un mundo que se alzó por
encima de las ataduras a que nos somete el tiempo. Palomas, vencejos, búhos, abejarucos,
ícaros, cisnes, golondrinas, águilas, halcones, pavos reales, pegasos,
torcaces, lechuzas y, sobre todo, gaviotas. Esos son los pájaros del aire. Pero
hay otros, indomables animales libres, que siguen volando en la memoria del
autor y constituyen, dentro de la elegía global, dos elegías particulares
hermosísimas: la que le dedica a su bisabuela, Josefa Ibars Mendoza (pág. 22): “Era funambulista / y en su pelo de nieve
anidaban vencejos. (…) Tras refugiarse en Francia, con mi madre muy niña / y
sin muñeca de trapo, / se enroló en el circo de los titiriteros. / Josefa Ibars
Mendoza tenía un arca azul / y de noche cantaba sobre un barreño de latón”;
y la segunda, y para uno la más sobrecogedora (sobre todo después de ver cómo el autor la recita con el corazón en los labios), el ragtime dedicado a nuestro
añoradísimo Juan Garay: “Llevas en la
mochila la mitad de mis sueños, / la belleza en el rostro de la madre que
llora. / Llevas un detector de claridades, / la inteligencia de la ausencia. /
Y mi canto se vuelve un llanto contenido, / un grito atragantado y sin cordura,
/ la incertidumbre atroz de la partida. / Ya no quiero esperar, nadie me
aguarda” (pág. 57).
Son muchas las
intuiciones que la lectura de este Manual de pájaros extintos pueden
despertar en el lector que en él recale, las relaciones que pueden adivinarse
con los libros anteriores de Emilio Amor (sobre todo en la manera de decir, más
que en lo que se dice), los versos casi aforísticos que asoman aquí y allá en
estas páginas (“A mis antepasados les
bañó el mismo mar” —pág. 23—; “la nada es el refugio de los dioses”
—pág. 33—; “El laberinto es / la única
forma de conservar la nada” —pág. 42—; “Así pasa la vida, inútilmente, / como el lince que acecha en el cercado”
—pág. 69—), las evocaciones espaciales a que nos convoca… Todo ello es posible
cuando la poesía tiene una vocación tan libérrima de significaciones. Con ese
espíritu debe ser leído y, quizás, si en estas líneas se ha acertado, con la interpretación
global para el conjunto que, en clave de elegía, se le ha adivinado desde esta reseña. Uno sólo espera que para “reinar sobre esos ojos tristes” de la
vida, Emilio Amor siga escribiendo por mucho tiempo “deprisa y sin aliento” (pág. 78), como
tantas veces vivió.
No hay comentarios:
Publicar un comentario