Sólo
hechos.
Andrés Trapiello. Pre-Textos, 2016.
Se
cierra el libro tras apurar sus últimas páginas y queda uno triste, y así debe
decirse. Que no haya trama, y no se resuelva un crimen (o varios), como en esas
lecturas que llevan, como los explosivos de las viejas películas del Super
Agente 86, una autodestrucción retardada, hace del recorrido de Sólo hechos y de su estación final
una suerte de viaje largo y disfrutado que se completa paladeando ya su
nostalgia. Nada nuevo, por otra parte. Después de muchos tomos de estos diarios, el regusto agridulce de ese final en Las Viñas ya lo ha incorporado uno a la
tabla periódica de sus imprescindibles afectos literarios. En algunas
fotografías, ciertas músicas y no pocos poemas acertados, se saborea ese mismo
trago: el puntual ensayo de la gran despedida final con que algunas
conclusiones temporales entonan su memento mori. En ese viaje al que uno, en
metáfora usada pero eficaz, ha aludido, la distancia recorrida, las evocaciones
del paisaje avistado, la compañía en la que se transita y los encuentros que la
fortuna o la adversidad ponen en el camino, dan para apuntes de todo tipo, pues la forma en que quedan fijados, como bien
escribió Martín López-Vega a propósito de los diarios, tiene una ventaja sobre
cualquier otro formato que podamos elegir para la escritura, y es la de que en ella
caben todos los demás. Aquí, por enumerar algunos, el apunte costumbrista, la poesía,
el aforismo, el retrato, la caricatura (que como en Galdós busca la fidelidad
del apunte a través del acento en el detalle y no la máscara quevedesca), la
elegía, el epigrama, el entremés incluso (y La Impertinente Santanderina bien
pudiera pasar por interludio teatral entre plato y plato de banquete), la nouvelle
(tal vez casi lo sea la trágica historia familiar de Javier Muguerza que tan
bien se relata —y que fue germen de la novela Ayer no más—) o la acuarela (qué
otra cosa son muchas veces esos esbozos, ligeros como aguadas, que una manera a
lo Gaya de pintar el mundo íntimo). Ese acopio de formas necesita para una
buena armonización, como el autor apunta en algún momento, de un ejercicio
alquímico (eso es la literatura, precisar cuánto de cada se pone en la
agregación) y ello no es fácil cuando el tono cambia tan radicalmente y se
pasa, a veces, de lo poético a lo sarcástico. Hay quien verá en esto último,
esa befa algo resentida con que Trapiello se venga de agravios o fustiga
necedades, una pincelada demasiado gruesa entre los trazos de un estilo que es
esmeradamente refinado, como son las ediciones en que se imprime, sus
tipografías y sus portadas. Quien, como uno, sigue estas casi puntuales
entregas con el arrobo nada reprobador de las adicciones, opone a ese juicio la
alerta que sobre sus páginas, siguiendo a Juan Ramón, expresa el autor: no están
escritas por hacer frases, sino por copiarse el alma. Y debe añadirse en este punto que en la de
todos hay pliegues donde fermentan los humores, pero si esa fermentación,
como la alcohólica, puede, y es el caso, apurarse con alegría, miel sobre hojuelas (la nota a
Jorge Herralde, por ejemplo, es un merecido y divertido destilado de mala uva
—por seguir con el símil—). Con todo, se prefieren más las glosas
amables, como alguna de las que se le dedican a Carlos Pujol, que hoy ya se
leen, desgraciadamente, como elegías. O las recreaciones de esa intrahistoria que
a veces, gracias a confidencias muy de farándula literaria, puede desvelarse
como apostilla de la historia oficial (véase de qué modo el Opus fue venda
curativa y cegadora en la vida de Juan Cueto, o cómo se operó en El Pardo a un
dictador agonizante mientras un militar obediente y leal marcaba de viva voz el
pulso del enfermo con la misma firmeza que un metrónomo). Durante la lectura,
ha de confesarse, no obstante, que sí le pudo a uno la perplejidad durante unas
páginas, las que se dedican a los Pretextos, editores que no poca culpa tienen en
que se haya levantado la descomunal tarea de este Salón de pasos perdidos, y a los que, sin embargo, se alude, en su
retiro almeriense, con cierta imprudencia y no poca ironía. La que tampoco se
ahorra con el hermano exorcista, que, en ese delicado juego de medidas al que
antes se hizo referencia, equilibra el fiel de la balanza que las menciones al hermano enfermo habían inclinado del lado de la piedad literaria. En lo
personal, uno sigue estas entregas también con el interés propio de quien
siendo unos diez años más joven que el autor, y leyendo lo que el autor publica
de diez años antes, se va encontrando con circunstancias vitales
paralelas. Son R. y G. por ello, y de alguna manera, casi trasuntos de mi
propio hijo, por lo que no poco es el cariño que se la ido teniendo a estos mozalbetes
de los que, ahora, hombres ya, se sabe, pueden sentirse satisfechos sus padres (como uno
quisiera estarlo de su propio retoño). Queda calibrar qué ha tenido que ver en
ello ese aire benéfico de Las Viñas, donde todo acaba y comienza cada año. Capicúa
literario que en la portada de Sólo hechos tiene por reflejo otro capicúa, este de coleccionista, el de unos billetes tranviarios que todos juntos quizás acumulen tantas
historias como las que se han ido urdiendo desde hace veinte años en esta novela
inventario.
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