En ocasiones, la inquietud imprecisa que nos impide conciliar el sueño, nos sume en un estado ligeramente febril, vagamente intuitivo. Pueden entonces, de pronto, asociarse de un modo imprevisto, aleatorio, imágenes y recuerdos. Puede rebobinarse lo que trajo el transcurso del día o lo que sucedió muchos años antes y emerge de las sombras con una nitidez desconcertante. Es posible pergeñar el argumento de un cuento, dormirse con la felicidad de un endecasílabo que creemos perfecto, viajar, amar o sufrir de soledad o espanto. En uno de esos duermevelas, tres fotografías adquirieron hace unos días una persistencia algo obsesiva. La foto de la Madre migrante que tomó en 1936 Dorothea Lange, que se convirtió al cabo de los años en la representación misma de la Gran Depresión americana y que se puede ver en la actualidad en Madrid con motivo de la exposición que recoge parte de la obra de la autora americana, la correspondiente a los años comprendidos entre 1931 y 1942. En segundo lugar, la instantánea que Nick Ut tomó en 1972 en Vietnam tras un bombardeo con napalm y en la que Kim Phuc, una niña entonces de nueve años, corre desnuda con su piel ardiendo. Y por último, la fotografía de Franns Rilles Melgar, el emigrante boliviano sin papeles, que sufrió la amputación del brazo izquierdo en una panificadora donde trabajaba sin contrato por un salario escaso. Su patrono arrojó la extremidad amputada a un contenedor y, por miedo a las sanciones, dejó desangrándose a su empleado a doscientos metros de las urgencias del hospital. En la primera hay perfección formal, hay posado, tomas varias y algún retoque final. Según parece, una cita del filósofo Francis Bacon permaneció clavada en la puerta del cuarto oscuro de Dorothea Lange durante muchos años: “La contemplación de las cosas como son, sin error o confusión, sin sustitución o impostura, es en sí misma algo más noble que una cosecha entera de invención”. La cosecha de las uvas de la ira de estos blanco y negros de la Lange siguió a su modo la recomendación. Persiguiendo, uno cree, más una finalidad que una estética ética. Lo logró: la madre migrante fue finalmente icónica. La foto del Kim Phuc es, por contra, seguramente mucho más imperfecta, pero tiene a su favor la verdad incuestionable de la toma única, del instante irrepetible. Consiguió remover conciencias con la verdad desnuda y borrosa. Diríamos que hay entre ambas fotos la distancia que separa el asco refinado de la arcada irreprimible. La tercera tiene escasos días. La distribuyó la agencia Efe dándole soporte gráfico a las prestaciones que a los sin escrúpulos le rinde, en tiempos de crisis, la emigración clandestina. La imagen es en color y el encuadre deja el muñón en primer plano —levemente desenfocado, como si un asomo de pudor le pudiera en el último momento al objetivo—. El cúmulo de vendas, agujas y blanco impoluto, aséptico y hospitalario de las sábanas lava la cara de un país que demostrándose ineficaz en el filtro de las fronteras y en la garantía de las condiciones laborales, procura al menos la curación de las víctimas de esa desidia. Supongo que en esa asociación de tomas tiene mucho que ver el fondo de iniquidad que en todas ella subyace, la personificación del abandono en una madre en la ruina, en una niña abrasada y en un emigrante amputado. Habrá mil fotos más, un millón, que se pudieran añadir a éstas. Pero esa noche, en ese trance en que uno lucha por conciliar un sueño que se le hace esquivo, las que yo vi de pronto, superpuestas, fueron las de Florence O. Thompson, una madre con tres de sus hijos en medio del hambre; la de Kim Phuc, una cría que llora a gritos sobre las brasas; y la de Franns Rilles Melgar, a quien a cambio de un brazo le darán por fin sus papeles.
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