Hay un corto trecho del gran río que casi emociona por su
majestad y belleza; desde el Perejinal, el Duero tuerce hacia Soria, sin dejar
de verse el cerro del Mirón; éntrase, luego, hasta el puente, y, antes de él,
ancla en San Juan de Duero, con sus tapias húmedas de río, frente a la ermita de
la Virgen y a vista de la ciudad. ¡Ah, ya sabían los sanjuanistas del siglo XII
lo que se hacían! como caballeros auténticos, eligieron lo mejor de la ribera y
alzaron un monasterio donde comienzan las huertas, muy cerca del puente, y tan
delicioso paraje que, si hubiera en el mundo algo mejor que la santería de San
Saturio, no sería sino el abaciazgo románico de San Juan de Duero, merendando,
como hacían los sanjuanistas, un cordero asado en el claustro, a cinco metros
del agua y de sus hierbas. Después viene el puente, y el soto, y ahora el viajero queda, a la derecha, bajo
las terrosas ruinas del castillo. Y, después, a la izquierda, las mejores
huertas de Soria, en verdores y en fresco. En seguida, San Polo, de los señores
Templarios, que comían ricas lechugas y pepinos del Duero bajo sus bóvedas de
crucería. Aquí empieza una tabla de agua, con viejos batanes, acabando en las
rocas blancas que componen la cara del santo. Sobre ellas está mi ermita; entre
San Polo y San Saturio, un camino flanqueado por los chopos melancólicos, con
muchísimas iniciales de enamorados y sus fechas sacras.
Juan Antonio Gaya Nuño en El santero de San Saturio
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