Las medidas otorgan
precisión. Pero siempre resultan relativas. Su valor real está a menudo
condicionado por el ámbito, físico o moral, en que se toman. Una estación
meteorológica mide con exactitud la pluviosidad, esto es, cuánta lluvia ha caído en un sitio determinado
durante un determinado periodo de tiempo. Pero esa lluvia, dependiendo de la
sed de la tierra o de la porosidad del ánimo, puede ser reparación o diluvio.
Al final de Intemperie, el niño protagonista, ya solo en su viaje hacia el
Norte y mientras descansa en una vieja casa de peones camineros, escucha el
tamborileo de la lluvia sobre una chapa: “Volvió
a la puerta y allí permaneció mientras duró la lluvia, mirando cómo Dios
aflojaba por un rato las tuercas de su tormento.” Desde
el Norte, sacudido por aguaceros obstinados y anegado de fronda y umbría, la
novela de Jesús Carrasco parece una narración ambientada en otro mundo. La aridez
de su paisaje, la inconcebible maldición de un destino inimaginable. Desde
el desahogo de un tiempo reciente que ha sido hasta hace nada próspero, y desde
una sociedad razonablemente libre, la miseria moral de la persecución representa
el paradigma, pero también la memoria, de todas las tiranías. Al
otro lado del fiel de la balanza, la dignidad del cabrero y del propio niño
constituyen, finalmente, el único asidero decoroso en medio de la desolación
más absoluta. Intemperie es
una novela imprescindible, soberbiamente escrita, sabiamente contada,
moralmente cabal y que tiene una tan ambiciosa como nada desproporcionada vocación
de texto clásico: intemporal como la historia que refiere y modélico
como el pulso narrativo de quien lo escribe.
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