En la última vuelta del camino aparece, como un puro milagro, recostado en el azul del cielo, Calatañazor. Abajo,“por la barranca brava”, se ha ido abriendo paso el río Milanos, constituyendo el foso natural de la fortaleza, al que unos álamos ponen la nota estremecida de su gentil verdor. Hasta hace un instante —al llegar a esa curva del camino que nos revela el escondido misterio—, Calatañazor era sólo un nombre cargado de resonancias históricas. Ahora, el pueblo entero, colgado en lo alto, en inmediata vecindad del cielo de Castilla, se vuelca sobre nuestras miradas atónitas, nos grita alertas y nos pide “santo y señas” antes de que remontemos la agria pendiente de acceso. La callecita sube empinada. Al volver, a la derecha —misterio, quietud y silencio—, el espíritu sobrecoge, porque sentimos que el tiempo ha volado, como pájaro escapado de nuestras mano, y el mundo se ha detenido un instante eterno. Nos parecería natural que de alguno de esos balcones de madera salieran asustadas viejecitas pidiéndonos detalles de lo que acaba de ocurrir en Almanzor.
Heliodoro Carpintero, Calatañazor
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