No debería compararse nunca más esta ciudad con la otra. Se
hace a menudo y pierde injustamente en esa pretendida semejanza. Porque las
vocaciones de ambas fueron y son diferentes. Comercial, palaciega y decadente
la de Venecia. Laboriosa, modernista y recogida la de Aveiro. Allí la elegancia de un carnaval cortesano, aquí la picardía de unos barqueros
de puerto. Cuando el sol ilumina este par de canales domesticados y
urbanos, se refleja en sus aguas el vivo color de las proas de los moliçeiros y
los azulejos de las fachadas. Cuando el
atardecer le da relieve a las aristas del mundo, los galpones salineros más que
de madera parecen de cobre repujado. Aveiro tiene una belleza sonriente, blanca y modesta; una
plaza del pescado bulliciosa; jardines de acacias; templos luminosos y tascas
de raciones abundantes y vino fresco.
Paseándola a veces hay que cruzar por
encima de sus canales. En ese breve tránsito, cuando el viajero se acoda en los
puentes y fotografía las alegres barcas y su estela, siempre tiene la tentación
de recordar Venecia. Sépase que no le hace ninguna falta a esta ciudad acogedora, pues siempre se hace un hueco en la nostalgia de quien llega a ella, y no con la afectación de los escenarios solemnes a que recurre la otra, sino con el poso
dulce de los días apacibles al sol y sin prisa.
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