No se tiene a menudo el buen ojo o la fortuna de
acertar con cinco lecturas, una detrás de otra, de tanta calidad como las
últimas a las que uno les ha hincado el diente. Ayer las relacionaba en mi facebook
con ocasión del día del libro, y apuntaba para cada una pincelada orientativa
sobre por qué me han resultado tan placenteras.
Se trata de Niños en el tiempo, donde Ricardo Menéndez Salmón vuelve a brillar con la precisión de su prosa más pulida. Una novela de la que ya se ha dicho casi todo, y de la que, particularmente, me sobrecogió su primera parte “La herida”, para la que, a mi juicio, se escriben las siguientes (“Cicatriz” y “Piel”), en una suerte de conjuro que revela el poder consolador de la escritura.
En Canadá, Richard Ford relata el tránsito hacia la madurez, que adopta en las páginas de su narración una apariencia fronteriza: el paso hacia otro país, hacia un paisaje inhóspito donde abruma la desolación de un adolescente desprotegido de casi todo afecto.
Se trata de Niños en el tiempo, donde Ricardo Menéndez Salmón vuelve a brillar con la precisión de su prosa más pulida. Una novela de la que ya se ha dicho casi todo, y de la que, particularmente, me sobrecogió su primera parte “La herida”, para la que, a mi juicio, se escriben las siguientes (“Cicatriz” y “Piel”), en una suerte de conjuro que revela el poder consolador de la escritura.
En Canadá, Richard Ford relata el tránsito hacia la madurez, que adopta en las páginas de su narración una apariencia fronteriza: el paso hacia otro país, hacia un paisaje inhóspito donde abruma la desolación de un adolescente desprotegido de casi todo afecto.
Dos
olas, el
título de la segunda novela de Daniel Pelegrín es la pequeña medida con que se
nombra una pleamar de oficio e inspiración,
una urdimbre de registros lingüísticos diferentes, de tiempos distantes, en la
que no rechina nunca su engranaje gracias a un estilo cuidado, que no está
lejos de una máxima expresada en sus páginas: “en la medida y oportunidad se halla
toda sabiduría”.
La
hondonada es la
más reciente novela de Jhumpa Lahiri y aun no siendo la mejor Lahiri, es
Lahiri y eso es, para sus lectores —y uno se cuenta entre los más fieles— no es poca cosa. Se lee, como todo lo suyo, con facilidad pasmosa pese a la distancia
cultural y geográfica de la que hablan sus narraciones (la India y los
bengalíes emigrados a Estados Unidos han protagonizado hasta ahora sus relatos
y novelas). La presente arranca de la situación sociopolítica de la India
poscolonial, del movimiento naxalita y de cómo esa insurrección separa
a los hermanos Subhash y Udayan, cómo condiciona la biografía de la saga
familiar de la que forman parte y a la que se le da continuidad ya en Rodhe
Island, en el desarraigo de la Calcuta natal.
El diario Trasatlántico, de Miguel Rodríguez Muñoz, está escrito con la misma cadencia, sencillez y pericia con que transcurre la navegación ambientada en sus páginas, un crucero sin más pretensión de aventura que la observación de un pasaje tan anodino, y por ello tan subyugante, como pudiera serlo el tráfico de gentes bajo una ventana de ciudad, una riada de rostros grises en los que, muy de vez en cuando, se distingue el espejismo de una bailarina ucraniana.
El diario Trasatlántico, de Miguel Rodríguez Muñoz, está escrito con la misma cadencia, sencillez y pericia con que transcurre la navegación ambientada en sus páginas, un crucero sin más pretensión de aventura que la observación de un pasaje tan anodino, y por ello tan subyugante, como pudiera serlo el tráfico de gentes bajo una ventana de ciudad, una riada de rostros grises en los que, muy de vez en cuando, se distingue el espejismo de una bailarina ucraniana.
1 comentario:
Estoy leyendo Canadá y tierra desacostumbrada.
Un abrazo
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