El pueblo o la ciudad son las prolongaciones de nuestra casa. Esa extensa antojana sin muretes donde convivimos. El patio de vecindad. La escuela de nuestros hijos. El paseo, el ocio, el parque. El ruido y el aire. Los animales domésticos. Las calles limpias o sucias. El horizonte libre o cercenado. El consuelo de nuestros ancianos. Las posibilidades culturales. Los museos. Las fiestas y los duelos. Las terrazas. Los campanarios y las sirenas.
Gobernar una ciudad siempre es difícil. Poner de acuerdo a tantos y tan diferentes es resignarse a lo imposible, sin renunciar, sin embargo, a servir honradamente las causas de la mayoría: conseguir que estas pequeñas patrias nuestras sean habitables persiguiendo las miserias y la distorsión, procurando el aseo de calles, jardines y moradas, la atención de los que no se valen por si mismos por edad o infortunio, la libertad responsable de los jóvenes, la ambición transformadora sin hipotecas eternas ni menoscabos medioambientales, la celebraciones que no sean sólo pan y circo, el amor por lo propio y su cuidado común como objetivo.
Debe de ser una labor titánica afrontar estos retos desde una alcaldía salvando los obstáculos que en ante esa responsabilidad levantan tanto los prejuicios políticos como los malas prácticas consolidadas. Debe de ser aún más inabordable el trabajo si se llega a él con soberbia o sin ideas.
La inercia de las victorias repetidas llevó en Gijón al Partido Socialista al ensimismamiento arrogante y, no en pocas ocasiones, a la gestión arbitraria. Después de capitanear una moderna metamorfosis urbana, que no sólo adecentó la fachada marítima de la ciudad y reordenó su trazado íntimo, sino que dotó a sus barrios de una magnífica red de servicios sociales, deportivos y culturales, los gobiernos locales del PSOE fueron hipertrofiando una estructura política y de gestión con demasiados visos clientelares.
La irrupción de Foro supuso un recambio sorprendente por la identidad de quienes lo protagonizaron: una derecha ilusionada con un proyecto político que rompía finalmente con el cainismo popular gijonés y confiaba su suerte a la redención asturianista y personal de una vieja gloria política. El cartel electoral forista aupaba a la primera línea a una reputada cirujana que se encontró, inesperadamente, sentada al frente de una corporación municipal de tanta relevancia sin disponer no sólo de bagaje político o experiencia en la gestión, sino tampoco de proyecto alguno de ciudad. Ello llevó a Moriyón a gobernar casi por inercia, y con criterios de económica doméstica, un ayuntamiento de más de trescientos mil habitantes.
En los resultados de las elecciones municipales recién disputadas, se ha premiado, por quienes la apoyaron hace cuatro años, la gestión aseada de la alcaldesa forista. Además, el electorado de centro-derecha no tenía otro referente fiable a la vista de lo que el PP volvía a proponer: un candidato bienintencionado, pero absolutamente desconocido, sin pedigrí político y sin relevancia profesional o social alguna.
Por el otro lado de la balanza, el voto se ha fragmentado de tal modo que se auguran unas negociaciones reveladoras en los próximos días.
Los socialistas no sólo siguen perdiendo apoyos en una ciudad que ha comprobado cómo aquellos servicios que alentaron se mantienen y funcionan sin que el PSOE esté al frente del gobierno local, sino que le han perdido el pulso a muchos de los órganos vitales de la sociedad gijonesa: cultura, asociacionismo o juventud. En la oposición mantuvieron cierta arrogancia. Para gobernar precisan ahora practicar la concesión convencida u obligada, y sí lo consiguen, sobre su futuro electoral penderá esa maldición que suele perseguir a los gobiernos plurales de la izquierda que el PSOE encabeza —condenados generalmente a padecer tensiones irresolubles, gasto incontrolado y castigo en las siguientes urnas—.
Por otro lado, la emergencia de la marca local de Podemos los sitúa ante una tesitura de la que no parece que vayan a salir demasiado bien parados: dejar gobernar a la derecha o implicarse, desde la minoría, en el gobierno de la izquierda (siempre y cuando arrinconen ese mantra propio que airean a los cuatro vientos y que afirma que PP y PSOE son lo mismo). Para quienes, hasta ahora, basaron su auge en la prédica, comienza el momento de dar trigo.
Más cómoda parece, a priori, la posición de Izquierda Unida, que aguanta, mermada pero sin fenecer, el embate de esa izquierda que hasta ahora estaba fuera de las instituciones, dándose tiempo para restañar sus propias heridas internas. Su historia avala que puedan apoyar sin remilgos un gobierno de izquierdas para la ciudad.
Queda la testimonialidad del Ciudadano. Su partido no deja de ser, por el momento, una mezcla variopinta de liberales refinados y tránsfugas sin vergüenza (la foto de Nicanor García y Nacho Prendes en la noche electoral resulta bochornosa). A ver por dónde sale su representante local.
Al próximo gobierno gijonés ha de exigírsele, además de decencia, de aseo en la gestión, de transparencia en todas sus acciones, un proyecto de ciudad que combine ambición y mesura, que permanezca pendiente de los que más necesitan el apoyo de las instituciones (tanto a nivel individual, desempleados o desfavorecidos por edad o situación social, como a nivel colectivo, barrios o afueras), que mantenga una fiscalidad sensata y justa y un equilibrio financiero que no comprometa el futuro presupuestario del ayuntamiento, que aborde el urbanismo con racionalidad, sin “grandonismos” y con una visión de crecimiento que permita la protección del cinturón verde urbano.
Las expectativas son inciertas, los pactos difíciles y hasta arriesgados si se afrontan midiendo sus posibles consecuencias políticas a corto plazo —las elecciones generales se celebrarán a final de año—.
La superación del desapego hacia lo político pasaba, según la mayoría de los analistas políticos, por el derrumbe del bipartidismo. Pues bien, conseguido. Ahora empieza una nueva época. Salvo que la falta de acuerdos y la consecuente incapacidad para el gobierno genere al cabo de unos meses nuevas convocatorias electorales. Quizás entonces se mire hacia Italia, donde acaba de reformarse el sistema electoral en un sentido muy distinto al que los partidos hasta ahora minoritarios pretendían en España.
Cuando se intenta el tetris político, todo son codazos.
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