miércoles, julio 13, 2016

El Bestiario en la Semana Negra

La sensación era, por qué no admitirlo, rara. Micrófono en mano. Bajo una carpa. Oyendo permanentemente un inmisericorde ruido de conversaciones y carruseles. Oliendo el ambiente a fritanga. Y con la grima todavía instalada en la yema de los dedos después de pasarme por alguna de las librerías del certamen y comprobar que sobre las solapas de los libros se posa una pátina de polvo de astillero. Así es la Semana Negra. Y así la vivió uno por primera vez presentando El Bestiario, esa recopilación de artículos, lúcidos e indignados, que Juan Garay fue escribiendo en la revista Ágora desde 1998 a 2014. Hubo muchos amigos. Y hasta nos visitó Vicente Álvarez Areces, al lado de quien, por un momento, se sentó un tipo ebrio que bien creímos terminaría por amenizarnos inconvenientemente el evento.  Pero Tini es político bregado en mil batallas, le dio la mano al borrachín y fue como administrarle en vena una cafetera bien cargada: se despertó por un momento del sopor etílico, miró a su alrededor, reparó en que allí no había barra y emprendió entonces una discreta retirada. Luego se pregunta la gente para qué sirve el Senado. Arlé, la presi de Gesto, abrió a presentación. Contó las batallas de la sociedad cultural y me echó al final algunas flores. Yo me acerqué el micrófono a la epiglotis, como los malos cantantes y leí lo que llevaba preparado en la convicción de que nadie estaba oyendo nada en medio del rumor circundante. Ya cuando llegaba a los párrafos finales de lo escrito, sentí que a mis espaldas un responsable de la organización me murmuraba que me quedaban tres minutos. Algo así como cuando me casé, que fue por lo civil, con un juez y una secretaria poco duchos y me temo que también poco partidarios de tales ceremonias, a las que se llamaba por número, como en el seguro y con un tiempo tasado para el trámite: una lectura legal, unas preguntas sobre la voluntad del compromiso y un “andando, que es gerundio”, que esto ya está hecho y le toca a  los siguientes. Así que Arlé recogió el tenderete, vendió algunos libros y salimos al pegajoso polvo de las calles del recinto. El pulpo mecánico mareaba como podía a los viajeros. Los criollos esperaban por el chumichurri. Y Rafa Gutiérrez Testón pasaba el plumero a sus libros. 


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