La sensación era, por qué no admitirlo, rara.
Micrófono en mano. Bajo una carpa. Oyendo permanentemente un inmisericorde
ruido de conversaciones y carruseles. Oliendo el ambiente a fritanga. Y con la
grima todavía instalada en la yema de los dedos después de pasarme por alguna
de las librerías del certamen y comprobar que sobre las solapas de los libros
se posa una pátina de polvo de astillero. Así es la Semana Negra. Y así la
vivió uno por primera vez presentando El Bestiario, esa recopilación de
artículos, lúcidos e indignados, que Juan Garay fue escribiendo en la revista
Ágora desde 1998 a 2014. Hubo muchos amigos. Y hasta nos visitó Vicente Álvarez
Areces, al lado de quien, por un momento, se sentó un tipo ebrio que bien
creímos terminaría por amenizarnos inconvenientemente el evento. Pero Tini es político bregado en mil batallas,
le dio la mano al borrachín y fue como administrarle en vena una cafetera bien
cargada: se despertó por un momento del sopor etílico, miró a su alrededor, reparó en que allí no había barra
y emprendió entonces una discreta retirada. Luego se pregunta la gente para qué sirve el
Senado. Arlé, la presi de Gesto, abrió a presentación. Contó las batallas de la sociedad cultural y
me echó al final algunas flores. Yo me acerqué el micrófono a la epiglotis, como
los malos cantantes y leí lo que llevaba preparado en la convicción de que
nadie estaba oyendo nada en medio del rumor circundante. Ya cuando llegaba a
los párrafos finales de lo escrito, sentí que a mis espaldas un responsable de
la organización me murmuraba que me quedaban tres minutos. Algo así como cuando
me casé, que fue por lo civil, con un juez y una secretaria poco duchos y me
temo que también poco partidarios de tales ceremonias, a las que se llamaba por número, como en el seguro y con un tiempo tasado para el trámite:
una lectura legal, unas preguntas sobre la voluntad del compromiso y un “andando,
que es gerundio”, que esto ya está hecho y le toca a los siguientes. Así que Arlé recogió el
tenderete, vendió algunos libros y salimos al pegajoso polvo de las calles del
recinto. El pulpo mecánico mareaba como podía a los viajeros. Los criollos
esperaban por el chumichurri. Y Rafa Gutiérrez Testón pasaba el plumero a sus
libros.
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