Estoy leyendo bajo la sombra de un manzano pequeño, añoso
y retorcido. Tiene el tronco escamado y aun así está cargado de frutos todavía
pequeños, muy verdes y que de tan tensos parece como si fuera a salírseles el
corazón al aire. Guardo silencio y permanezco casi quieto. Quizás por ello
sigue su curso la oculta vida de la sebe próxima. Helechos, moreras, laurel y
avellanos. En ese fondo oigo sin ver a los pájaros que habitan el secreto de la
fronda mientras las hormigas trepan por la hoja sobre la que estoy
escribiendo estas líneas. Por encima de mi cabeza, sobrevuela al contraluz el
negro perfil de una golondrina. El cielo está limpio pero tiene un azul
desvaído, como muy lavado. Sopla una brisa que mantiene fría la sombra y mueve las ramas de este árbol que me cobija,
asperjándome con haces repentinos de una luz que zigzaguea las hojas del
manzano y me llega como a golpes de cerilla hasta la piel.
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