Se murió el sábado una vieja vecina a la que le guardábamos mucho aprecio. Mi hijo, que tiene diez años, me preguntó por la mañana si asistiría al entierro. Le comenté que la fallecida no sería enterrada, sino incinerada. Esta aclaración le sorprendió tanto que de repente caí en la cuenta de que quizás, hasta ahora, mi hijo no sabía que a los muertos también se les puede quemar. Le expliqué entonces, pacientemente, que la incineración es una opción que elige cada vez más gente, y así se deja ordenado para cuando llegue el día. Meneando la cabeza con gesto de disconformidad, me aseguró que no era ésa una decisión inteligente. Le pregunté por qué y me respondió: “¿Y si todos están confundidos y el muerto en realidad aún no está del todo muerto? Si lo queman…”
Yo también fui niño y tardé en asumir que la muerte es inapelable. Me angustiaba pensar, como ahora a mi hijo, que el sueño profundo de un enfermo pudiera confundirse con su fallecimiento. Creía incluso que los fuegos fatuos no eran sino agónicas llamadas de quienes fueron enterrados vivos.
Yo también fui niño y tardé en asumir que la muerte es inapelable. Me angustiaba pensar, como ahora a mi hijo, que el sueño profundo de un enfermo pudiera confundirse con su fallecimiento. Creía incluso que los fuegos fatuos no eran sino agónicas llamadas de quienes fueron enterrados vivos.
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