Días atrás recibí un correo de Ramón invitándonos, a mi mujer y a mí, a una comida de amigos en su casa de El Alto de la Madera. Si bien circunstancias familiares impidieron que disfrutáramos de la parrillada a que se nos convocaba, al menos pudimos sumarnos a la reunión a la hora del café.
La casa de Ramón y Marga se encuentra, no sin dificultad, en un escondido lugar llamado El Prau. A través de un angosto camino se llega hasta un cogollo de apenas media docena de edificaciones rurales tendidas en una ladera del Alto que mira hacia el Fario y se orienta al mediodía. Aun estando a un cuarto de hora de la ciudad, una vez allí el sitio parece recóndito. La vegetación es abundante, el silencio musculoso y las vistas espléndidas. Por detrás de la casa, elevándose suave hasta sobrepasar la altura de las techumbres y cercado por los propios muros de piedra de la vivienda y del camino que la circunda, se encuentra el secreto mejor guardado de nuestros amigos: su jardín, al que da la impresión que el tiempo le ha ido otorgando la medida exacta de lo entrañable.
La casa de Ramón y Marga se encuentra, no sin dificultad, en un escondido lugar llamado El Prau. A través de un angosto camino se llega hasta un cogollo de apenas media docena de edificaciones rurales tendidas en una ladera del Alto que mira hacia el Fario y se orienta al mediodía. Aun estando a un cuarto de hora de la ciudad, una vez allí el sitio parece recóndito. La vegetación es abundante, el silencio musculoso y las vistas espléndidas. Por detrás de la casa, elevándose suave hasta sobrepasar la altura de las techumbres y cercado por los propios muros de piedra de la vivienda y del camino que la circunda, se encuentra el secreto mejor guardado de nuestros amigos: su jardín, al que da la impresión que el tiempo le ha ido otorgando la medida exacta de lo entrañable.
Por él andaban cuando llegamos Juan y Raquel, Mari Cheli, su madre y Bonhome, Miguel y Yolanda, Ana, Arlé y Gimi; y, cómo no, los anfitriones, Ramón y Marga. Charlaban animadamente a la sombra del cenador. El día mantenía una temperatura muy agradable. Desde la casa llegaba, como un rumor de radio, el ronroneo continuo de una música alegre. Sobre la mesa había botellas dispersas, tazas de café, restos de postres... De improviso, llamando la atención de todos con unos golpes de metal sobre el vidrio de una copa, Bonhome nos convocó solemnemente a acompañarle “al galpón de Ramón”, enfatizando mucho la sonoridad del lugar elegido para la sorpresa, como si fuera éste una taberna canalla en medio del trópico y no lo que en realidad era, el taller de un ebanista. Hasta allí le seguimos. Entre tablas sin barnizar, cajones de herramienta diversa, virutas y olor a cola, compusimos un auditorio semicircular y expectante en torno a nuestro amigo, quien acompañó sus palabras con precisos redobles de sierra eléctrica. Y tan original espacio le sirvió a Bonhome para dar a luz, con miramientos de padre solícito y regocijo y pasmo general, una pequeña joya amarilla llamada Vía pictórica, el libro con en el que homenajea a la pintura a través de delicadas décimas que tienen por motivo a maestros y amigos compañeros de vocación. Juro que nunca asistí a una presentación de un poemario más grata y entretenida.
Una vez que hubimos tomado de nuevo asiento en el cenador, se sirvió cava frío para celebrar el nuevo libro y se brindó por la amistad. Bonhome fue leyendo sus décimas y a propósito de cada una de ellas iban surgiendo preguntas, comentarios, recuerdos, ocurrencias. Fue una hermosa tarde de amistad, risas y versos. Hasta que, casi sin darnos cuenta, se fue apagando el día con atisbos de ascuas y el libro llegó al final con sus dos últimos y premonitorios versos, que dicen: “Así sucede, entretanto / el tiempo cruel nos devora”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario